Horacio Serpa, de quien nadie, ni sus más fuertes contradictores políticos, se atreverían a decir que se ha robado un peso en su larga vida pública, designado con todos los méritos como el mejor Gobernador del país y etc, etc, tiene embargado su apartamento –prácticamente el único patrimonio que posee- por una decisión de la Contraloría General de la República relacionada con la liquidación de un contrato del departamento de Santander que él no celebró y cuya ejecución no debía verificar.
Alonso Salazar, igual que Serpa, un hombre con una honestidad a toda prueba, fue destituido por la Procuraduría General de la Nación por denunciar la ingerencia de organizaciones criminales en los procesos electorales. La Procuraduría consideró que la forma como lo hizo era participación indebida en política y lo inhabilitó por varios años para ejercer cargos públicos.
Lucho Garzón, igual que Serpa y Salazar, sin sombra de duda sobre su honradez, tiene embargados sus ingresos por cuenta de los líos de los contratos de la Troncal de la Calle 26, que él no suscribió y que otros volvieron fiesta de coimas y abusos.
Me estremece el caso –que pasó hace más de 12 años- de una mujer inteligente, honesta y valiente como la que más, que después llegó a ser Ministra, que tuvo que soportar varias semanas (¿o meses?) de cárcel, durante el comienzo de un embarazo con un importante grado de riesgo, por decisiones relacionadas con un contrato que ella no suscribió y de lo cual después la justicia la exoneró. Un Ministro de Pastrana terminó en la cárcel por negarse a pagar una obligación con la que se pretendía defraudar al Estado.
La lista podría ser casi interminable. Prácticamente todos los alcaldes de las grandes ciudades en el período anterior terminaron sancionados o enfrentan investigaciones que los agobian, la mayoría de ellas sin que se les sindique de haber robado nada. En casi todos los casos habrá omisiones legales o errores de interpretación o riesgos que hubieran podido no tomar, pero no actos de corrupción en su acepción callejera.
Esta semana un juez condenó en primera instancia a Andrés Camargo, un exdirector del IDU de Bogotá, a siete –¡siete!- años de prisión por los contratos de construcción de las troncales de la Caracas y la Autopista Norte para el funcionamiento de Transmilenio. Como todos los ciudadanos lo hemos padecido prácticamente desde el primer día, las losas de las troncales se rompieron y se siguen rompiendo por unas razones técnicas respecto de las que nadie se atreve a dar la última palabra, pero que varios estudios atribuyen al uso de un material –relleno fluido- que no sirvió para lo que se decía que servía.
A Camargo, que firmó miles de contratos en el IDU sin que hubiera escándalo de corrupción alguno, lo han investigado de arriba a abajo tratando de encontrarle el robo. Han buscado la relación pasada, presente o futura que puede tener con los contratistas o con los cementeros sin que se la hayan podido encontrar porque es inexistente. La sentencia –según dice el abogado del Distrito que funge como víctima en el proceso- reconoce que no hubo apropiación de dineros, ni favorecimiento indebido a nadie, a pesar de lo cual lo condena a una pena casi igual de la que se le impuso a Mancuso. Imagino que le atribuye un deber de cuidado de los dineros públicos que va mucho más allá de lo que se le pediría a un particular, a punto tal que a pesar de otros conceptos técnicos –discutibles o equivocados- se le pedía que impidiera el uso de un material que se decidió aplicar en comités en los que él no participaba.
La justicia y la opinión buscan responsables por los daños de las losas e increíblemente no los han podido encontrar en quienes suministraron el material. Es más visible condenar a un exfuncionario público así sea más necesario recuperar el dinero para invertir en la recuperación de la obra fallida.
No voy a discutir los estándares de cuidado que la opinión pública y de contera la justicia le exigen a quienes ejercen funciones públicas y entiendo que “ciudadanos indignados” pidan “sangre” de funcionarios con cuyas conductas se pueda haber causado daños al patrimonio público. Hay casos de negligencia indignantes. Hay casos de corrupción aberrantes. En el caso particular de Camargo no hubo ni lo uno, ni lo otro, pero la interpretación del juez lo lleva a concluir que incurrió en unos delitos. No discuto la decisión del juez y espero que en la segunda instancia la decisión lo exonere, pero su caso y el de tantos otros debe llevarlo a uno a la conclusión de que ser funcionario público es un riesgo tan alto que es mejor evitar. Es como una ruleta rusa, lo que se juega es la vida, porque qué otra cosa es lo que ha puesto en riesgo Camargo con el desgraciado hecho de haber estado en el IDU en el momento en el que se tomaron las decisiones de aplicar tal o cual material para pegar las losas de Transmilenio.
En el pasado se decía y en estos días lo repitió el Secretario de Salud de Bogotá que se podían meter las patas pero no meter las manos, pero desde hace años para acá a quien mete las patas en el sector público se le castiga incluso en forma más severa que a quien mete las manos y eso evidentemente es una distorsión de la justicia, pero sobretodo hace imposible el ejercicio de la función pública.
PS: Para que mis comentaristas de cabecera se lo ahorren y por lealtad con mis lectores debo informar que formé parte del Gabinete Distrital de la Alcaldía de Bogotá para el momento en que Camargo era Director del IDU, lo que me convierte en un testigo de primera línea de su honestidad, pero que en los estándares públicos convierte esta columna en sospechosa. Con esta información los lectores tienen todos los elementos de juicio para valorarla. Gracias por leerla.