Aunque la industria y las comunidades son conscientes de que la 'licencia social' es crucial, hay muchas interpretaciones distintas de lo que significa: unos hablan de responsabilidad social, otros de gestión social, otros más de licencia social. Muchos confunden filantropía (la inversión social que las empresas hacen porque quieren contribuir al bienestar de las comunidades) con la compensación por impactos adversos sociales, con lo que las autoridades caen en la trampa de no solucionarlos sino hablar de aumentos en los presupuestos de filantropía de las empresas. Eso hace que rara vez se solucione el problema de fondo de los impactos adversos o la falta de presencia y eficacia estatal en las regiones.
¿Cree usted que los ministerios de Minas y Ambiente deben regular los impactos sociales adversos de la minería, como la migración desbordada? ¿Deben incorporarse la medición de impactos adversos sobre la gente y las reglas de manejo de éstos en las licencias ambientales? Y si algo se tipifica como impacto, ¿le corresponde atender y pagar por su manejo al Estado o a la empresa?
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Director de Foro Nacional por Colombia
La minería –independientemente de su escala- genera efectos sociales –varios de ellos ya conocidos y documentados- que pueden ser positivos o negativos, dependiendo de múltiples factores como las condiciones del territorio y de la población donde se lleva a cabo, la existencia y la aplicación de medidas estatales que regulen la actividad minera en beneficio de las comunidades (consulta previa, cuando sea el caso, participación ciudadana, normas de ordenamiento territorial, acciones preventivas, programas de inversión social, vigilancia del sector, etc.) y el interés de las empresas –cuando se trata de proyectos de minería a gran escala- en la ejecución de programas de desarrollo local en beneficio de las poblaciones afectadas.
En general, estos tres factores han jugado en contra de las comunidades en cuyo territorio se adelantan proyectos de exploración y/o explotación minera. En efecto, estos se llevan a cabo en áreas que tradicionalmente han sentido el abandono del Estado y que viven en condiciones de pobreza y, en algunas zonas del país, de precariedad.
Allí, la minería ancestral y artesanal, así como la pequeña minería informal no han representado la redención para quienes las practican, para sus familias y, sobre todo, para el conjunto de la población. En lo que respecta a los grandes proyectos mineros, algunos de ellos han sido fuente de ilusión para la mano de obra local que espera obtener un beneficio efectivo, pero no siempre las aspiraciones de mejores condiciones de vida se cumplen, bien sea porque esa fuerza de trabajo no es tenida en cuenta por las empresas mineras o porque el vínculo laboral no se traduce en mejores estándares de bienestar.
La acción del Estado tampoco ha contribuido al logro de mejores indicadores sociales en los territorios mineros. Su ausencia en general es notoria y sentida por las propias comunidades territoriales.
En algunos casos, su intervención ha sido equivocada por no comprender la complejidad de la cuestión minera en el país, relacionada con las disparidades territoriales, la diversidad étnica, las distancias tecnológicas y las escalas de producción, el carácter de los actores involucrados –incluidos los actores armados ilegales- y los efectos económicos, sociales y ambientales de la producción minera.
Las políticas del Estado no expresan una visión de la minería en beneficio del país, sino una postura extractivista que la mira exclusivamente como fuente de rentas para la inversión pública.
A ello se suman los problemas de descoordinación institucional, que en el último lustro se han tratado de remediar en parte, de desarticulación –incluso de tensión- entre el gobierno nacional y las entidades territoriales, y de ausencia de un marco normativo que proteja a las comunidades de los impactos de la minería en sus vidas y en su entorno.
Del lado de las empresas, la mayoría han emprendido programas de responsabilidad social cuyo contenido y alcance no apunta en todos los casos a empoderar a la población para que sea artífice de su propio bienestar. En otros casos, las acciones emprendidas por las empresas no se articulan a las dinámicas del territorio y a las estrategias de los gobiernos sub-nacionales, lo que les resta fuerza para transformar los entornos locales y regionales de influencia.
Estudios de caso realizados recientemente por Foro Nacional por Colombia en Santander y Meta muestran precisamente la desconexión entre programas de responsabilidad social, aspiraciones de la población y estrategias de los gobiernos locales. No es exacto generalizar ese resultado a todas las empresas, pero la tendencia parece ser precisamente la del divorcio entre lo público, lo privado y lo comunitario para emprender acciones conjuntas que produzcan un efecto positivo en las comunidades.>
El Estado es el primer responsable de las acciones para enfrentar esta situación. Es su obligación constitucional asegurar el bienestar de los colombianos y las colombianas a través de la implementación de políticas públicas y de una acción reguladora y de vigilancia que asegure que los proyectos mineros reduzcan su impacto social negativo y, cuando este se presente, que rápidamente se afronten sus consecuencias.
Esta es una tarea indelegable. Las empresas no deben sustituir al Estado. No es esa su obligación ni su vocación. Pero ello no significa que no tengan responsabilidad en las tareas de mejoramiento de las condiciones de vida en el territorio. Por el contrario, deben confluir con los agentes públicos y con las propias comunidades en la generación de sinergias para enfrentar la pobreza y otras consecuenciasadversas de la actividad minera en los territorios.
Igual hay que decir de las comunidades. Ellas son corresponsables de su propio desarrollo, por lo que están obligadas a desplegar una iniciativa -que hoy no tienen- que contribuya a alimentar las decisiones públicas y a mejorar sus propios estándares de vida.
El Estado debe proporcionarles los medios para que puedan cumplir esa función, a través de la apertura de espacios de diálogo y deliberación tripartitos, de capacitación para el control social y de la oferta de información suficiente, oportuna, veraz y amigable para que las comunidades y sus líderes puedan actuar con elementos de juicio adecuados.
A las carteras de Minas y Ambiente les corresponde parcialmente esta tarea, pero no tienen por qué liderarla. No es esa su competencia.
El Estado en su conjunto –no solo el Gobierno- debe asumirla y hacerlo a través de aquellas agencias estatales que poseen las competencias específicas relacionadas con el desarrollo social. Una labor de primer orden le compete el Departamento Nacional de Planeación en el diseño de políticas y en la definición de recursos suficientes para ejecutarlas. Minas y Ambiente deben proporcionar información y acompañar a las demás agencias estatales en el desarrollo de programas de beneficio social.
Parte de la clave para el cumplimiento exitoso de esta tarea reside en el esfuerzo serio y comprometido del gobierno nacional en materia de coordinación interinstitucional, tanto horizontal (entre las ramas del poder público) como vertical (con las gobernaciones y las alcaldías).
Sin esa coordinación, cualquier política –por buena que sea su formulación- está condenada al fracaso o a tener impactos mínimos y, a veces, perversos.
De igual forma, debe abrir las puertas al dialogo y la concertación con las comunidades, con todos los actores mineros, independientemente de su tamaño y escala, y con las comunidades a fin de construir acuerdos conjuntos y asegurar de esa forma la gobernanza del territorio. Infortunadamente, estamos aún lejos de configurar ese escenario. Hay que emprender esa tarea.
Ex directora ejecutiva de la Alianza por la Minería Responsable y especialista en pequeña minería
La licencia social ni se puede medir, ni aporta a una visión de largo plazo.
Los impactos sociales de la minería fueron los últimos en ser considerados entre los instrumentos de control y gestión empresarial y estatal, mientras persisten deficiencias significativas en su medición y comunicación a la sociedad.
El concepto de licencia social nació como una reacción de la industria minera a la pérdida de reputación y como instrumento de gestión del riesgo político. Jim Cooney, un líder innovador de la desaparecida empresa canadiense Placer Dome, acuñó el término ‘licencia social’ en relación a los eventos de rechazo social y referéndum negativo para la industria, frente al desarrollo de la mina Tambogrande en Piura (Perú) a fines de los noventa. Y el término pegó.
Por esos años la industria minera internacional vio el incremento de la oposición de comunidades locales, ONGs y parte de la Iglesia Católica a la minería. Se afianzó la mala reputación de la minería como actividad incapaz de generar equidad y desarrollo sostenible. Grandes proyectos mineros fueron rechazados por la presión social de comunidades y organizaciones sociales que no veían en la minería industrial un aliado confiable para lograr desarrollo sostenible y equidad social. Causas principales son la ausencia en los territorios de garantías de participación pública en las decisiones y de control efectivo de impactos negativos (y de potenciación de oportunidades) por parte de los Estados en contextos de débil gobernanza y violación de los derechos humanos y étnicos.
La Iniciativa Global de Minería y su proyecto Minería, Minerales y Desarrollo Sostenible (MMSD) fue la respuesta de la industria minera internacional frente a su pérdida de reputación. Sirvió para desarrollar una posición frente al desarrollo sostenible y de hecho produjo un gran cambio de actitud y discurso en el sector minero, si bien la implementación de sus recomendaciones sigue siendo un desafío.
La pregunta que se discutió hace mas de 10 años en América Latina fue: ¿Cómo puede el desarrollo minero contribuir al desarrollo sostenible y equitativo de las regiones y localidades mineras?
Es la misma pregunta cuya respuesta sigue eludiendo al Estado y a las empresas.
La adopción del concepto de licencia social en la narrativa de la industria y de algunas ONGs influyentes (como Oxfam América y Earthworks) resulta desafortunada en el largo plazo. La licencia social es un intangible, está basada en percepciones, no en resultados comprobados sobre mejoría de calidad de vida, el impacto sobre aguas y seguridad alimentaria, la salud y la educación, o la oferta de empleos de calidad en la zonas de influencia de actividad minera.
“Si bien la licencia social ha contribuido a visibilizar el perfil de los temas sociales dentro de un discurso predominantemente industrial, una falla primordial es su inhabilidad para articular una agenda de desarrollo colectiva para el sector o una senda progresista que le permita restaurar la confianza perdida ante comunidades impactadas, actores sociales y grupos de presión", como dicen Owen y Kemp en Social License and Mining: A critical perspective. Resources Policy (2012).
El concepto de licencia social es un concepto limitado para la gestión sostenible y equitativa de los recursos mineros, por su enfoque instrumental y cortoplacista. Owen y Kemp demuestran que ha servido para enmascarar la brecha que existe entre las expectativas de una sociedad sobre el desarrollo de su riqueza mineral y el cálculo pragmático de las empresas en cuanto a lo que es necesario ceder para obtener acceso a los terrenos que requiere para los proyectos mineros y para mantener la estabilidad de sus operaciones. Reconciliar la orientación interna de las empresas basada en la gestión del riesgo, con las expectativas externas, requiere de un enfoque menos defensivo y más constructivo por parte de las empresas en cuanto a colaboración y articulación con los actores sociales.
Pero las empresas por sí mismas no deben ni pueden cargar ellas solas con las responsabilidades que competen al estado. Mientras no decidamos como nación, en los ámbitos nacionales, regionales y locales ‘La minería, ¿para qué?' y no se articulen de manera sistémica las oportunidades y riesgos del desarrollo minero dentro de una visión de gestión territorial integral socialmente incluyente bajo el liderazgo de los gobiernos locales y regionales, las empresas seguirán limitándose a obtener, mantener, fortalecer una licencia social atada directamente al riesgo político, en lugar de articular su quehacer económico con una visión de largo plazo de los territorios en los cuales operan.
¿Qué dónde en el estado corresponde ‘ubicar’ la gestión de los impactos sociales? Dada la importancia macroeconómica del desarrollo minero como fuente de recursos financieros para asumir los costos de la inclusión social pendiente, sugiero que se deben ubicar en ámbitos de coordinación interinstitucional bajo una instancia de planeación nacional que se articule con las autoridades regionales y locales (DNP o DPS).
Sería un cuerpo coordinador en el cual participen diversas instancias, entre ellas las autoridades mineras y ambientales, pero que ante todo tenga el mandato de la gobernanza para la inclusión social sobre la base de las realidades de los territorios.
Ni el Ministerio de Minas y Energía, ni la ANLA, por si mismas, tienen la capacidad o el mandato para implementar procesos de desarrollo regional y local sostenibles, como los que requiere el país, y menos ahora cuando es necesario alcanzar nuevos acuerdos para la construcción de una paz duradera.
Ex Ministro de Minas
Partimos nuevamente del principio de que toda actividad humana genera un impacto al ambiente, razón por la cual los Estados han establecido normas y regulaciones orientadas a que dichos impactos sean, en su orden: evitados, minimizados y/o compensados.
La industria extractiva no es, por tanto, la única que genera impactos. Si queremos profundizar en temas de impacto, en agua, por ejemplo, quizá sea la agricultura aquella que más impactos puede causar.
Claramente la industria extractiva tiene hoy una desventaja frente a las demás industrias por cargar una imagen (no exactamente gratuita en todos los casos) negativa.
Pero sobre todo por tener que operar en áreas que han sido muy mal atendidas por el Estado, generándose por tanto una expectativa de solución en cabeza de los inversionistas del sector, lo cual sumado a los efectos adversos de la última reforma a las regalías -que no solo disminuyó la renta de los entes territoriales productores, sino que limitó drásticamente su autonomía para decidir y ejecutar- le ha colocado a la industria un rótulo de malos vecinos que ha afectado la viabilidad de las operaciones.
A esto adicionamos, igualmente, la desafortunada confusión que se ha dado en la comunicación pública que no distingue entre los mineros formales, cumplidores y legales con aquellos que realizan actividades extractivas ilegales y criminales, dando lugar precisamente a quienes aprovechan esa confusión para generar mayor animadversión sobre la industria.
La responsabilidad social empresarial no se suple solamente con el cumplimiento de los contratos, la ley y la regulación, ni tampoco significa reemplazar al Estado en el cumplimiento de sus obligaciones.
La mejor frase que define la RSE fue expresada por León Teicher cuando manifestó que su organización no hacía “lo mínimo necesario sino lo máximo posible”.
El inversionista de este sector debe entender que nunca alcanzará su capacidad para reemplazar al Estado en sus obligaciones y que por más difícil que sea la situación, debe evitar esa tentación y más bien convertirse en un coadyuvante de la presencia del Estado, entendida esta no como la instalación de la fuerza pública únicamente sino como la incorporación de la institucionalidad estatal en las regiones, su empoderamiento, su capacitación y, a su vez, el empoderamiento comunitario para que pueda convertirse en el vigilante de la gestión estatal.
El licenciamiento social es simplemente la posibilidad de tener a la comunidad circundante suficientemente informada, empoderada y respetada, de manera que pueda percibir, por el desarrollo económico, la generación de empleo de calidad, la gestión social, la presencia eficaz del Estado y el crecimiento económico y social enmarcado por el respeto al medio ambiente, los beneficios de tener buenos vecinos invirtiendo y gestionando empresas en su territorio. Valor compartido es el nombre del juego.
“No es posible tener una empresa sana en un ambiente enfermo”, dijo Manuel Carvajal Sinisterra, extraordinario líder vallecaucano.
Profesor Universidad Externado en temas mineros
Los principios técnicos del desarrollo sostenible bajo los que teóricamente el Estado colombiano orienta su desarrollo establecen el equilibrio entre tres componentes principales: la social, la económica y la ecológica.
Para el caso de grandes minas o densas zonas mineras en Colombia, el área de influencia de los impactos sociales se configura en espacios ampliamente regionales, generando fuertes deformaciones en las débiles estructuras sociales y económicas, locales y regionales, presentándose allí un tipo de conflictos que NO son de manejo vinculante para las empresas mineras, ni en su contrato minero ni en su Plan de Manejo Ambiental (PMA).
Estos son los relacionados con: afectaciones socio-culturales por inmigración de trabajadores, tensiones por el aumento de la presión sobre los servicios públicos, los recursos naturales renovables, la educación y la salud; la potenciación de la prostitución, delincuencia, drogadicción y alcoholismo; la inflación en las economías locales, mafias de contratación laboral, cooptación de la renta minera por grupos ilegales y la corrupción administrativa.
Los anteriores no son impactos que puedan resolverse con medidas de manejo ambiental sino que son disfuncionalidades estructurales del actual modelo minero, principalmente evidentes en sus expresiones locales y regionales; y es que un modelo pensado fundamentalmente para generar renta no podría tener otro resultado.
El no logro de un tránsito sostenible del potencial de recursos mineros al desarrollo regional incluyendo la distribución amplia y democrática de los beneficios mineros hasta las comunidades, son sin duda carencias estructurales del modelo, de las políticas mineras y de los instrumentos de planeación, que aunque su revisión y ajuste es obligación del Estado, ello tendría sin duda repercusiones fuertes en la relación Estado – empresas mineras.
Tarea difícil teniendo en cuenta que hasta el momento las grandes empresas mineras han mantenido una posición de enclaves territoriales, económicos y hasta culturales; desvinculadas y desinteresadas por el desarrollo local y regional, y que además no muestran voluntad en asumir, ni siquiera, obligaciones de sus planes de manejo ambiental, como en el caso las carboneras del Cesar que han actuado con negligencia y dilación para asumir su deber de reasentar a las comunidades de Boquerón, Plan Bonito y el Hatillo, afectadas por la contaminación generada por ellas mismas.
Debe ser el Estado quien dicte una articulación de la minería con los desarrollos regionales para que se genere bienestar a la población, pero para ello debe exigir a las empresas su parte.
Es decir, involucrarse en ese modelo, de modo que el diseño mismo de la operación minera involucre las formas de vida de las comunidades, la contratación de trabajadores, visión regional del uso del agua, y otros recurso naturales renovables, encadenamientos productivos con el agro y la industria local, abastecimiento local de bienes y servicios, y los des-ordenamientos territoriales surgentes. Y por parte del Estado, el concurso coordinado de los entes político administrativos locales, regionales y nacionales, no solo el Ministerio de Minas y Energía y la Anla, sino una gerencia del desarrollo que coordine y alcance objetivos sociales, económicos y ecológicos.
¿O sino minería para qué?
Abogado ambientalista, Asociación Interamericana para la Defensa del Ambiente (Aida)
Tanto la licencia social como los impactos sociales ya están regulados. Es cosa de aplicar la regulación existente.
La licencia social está reglada por las consulta previas y las consultas populares. Y los derechos que estas protegen. Son las herramientas para "pedir permiso" a las comunidades. Pedir licencia social y obstaculizar las consultas es un contrasentido.
Los impactos sociales también están reglados por el derecho de los derechos humanos. En particular, por los DESC y el derecho sobre desplazamiento forzado. Colombia tiene una normatividad muy vigorosa en estos temas.
En ambos casos, los Ministerios de Minas y Ambiente están obligados a respetar los derechos amparados por los mecanismos y normas que se mencionan y a garantizarlos frente a las empresas. Deben incorporar esta perspectiva en las licencias ambientales y los contratos de concesiones.
Investigadora del Centro Vale para la Inversión Internacional Sostenible, Universidad de Columbia
Claro que el Estado debería regular los impactos sociales adversos de la minería. ¿Quién dentro del establecimiento? Eso es otra pregunta, pero primero una historia:
Una reconocida empresa multinacional llega a un lugar apartado de Colombia donde se encuentra un valioso mineral. Cerca del territorio concesionado hay un pequeño pueblo de cinco mil habitantes y unas cuantas veredas aledañas. Luego del proceso de exploración la empresa comienza la explotación del recurso. Veamos lo que pasa.
En las comunidades cercanas, rurales, con pocos recursos y olvidadas por el Estado, la empresa no consigue la mano de obra que necesita, trae entonces empleados de otros lugares del país. Empieza una migración de foráneos que suelen ser hombres, solos, que pasan temporadas en la mina. La Empresa tiene su terreno bien vigilado y con carreteras impecables, sus trabajadores tienen al interior de la mina servicios de salud y vivienda (con agua, alcantarillado y electricidad), buenos sueldos y están desconectados del pueblo vecino y los territorios aledaños.
Estos hombres deciden que están muy solos y empiezan a buscar mujeres (léase, crece la prostitución, los embarazos indeseados y los casos de VIH/Sida). Además van al pueblo a comprar enseres y otros artículos, de tal manera que el inesperado aumento de la demanda local empieza a subir los precios de los productos más básicos, encareciendo la vida de los locales que siguen sin empleo formal. Comienza la explotación de la mina y, en buena parte de los casos, la contaminación de las aguas, afectando el consumo y el riego de los locales, acarreándoles problemas de salud. Agreguemos además las emisiones de la mina, que contaminan el aire y lo llenan de material particulado, los relaves (desechos de la mina que quedan ahí) y el cráter que quedará una vez hayan extraído hasta el último gramo de mineral.
Llegó la minería y trajo inflación, tráfico de gran maquinaria que molesta, hace ruido y genera vibraciones, contaminación al agua, aire y suelo y grandes ganancias para unos pocos foráneos. Además, no aumentan las oportunidades para las mujeres porque la educación en esta población no mejora, los servicios básicos que debería proveer el Estado siguen siendo precarios y resulta que ahora el pueblo tiene un coliseo y tres envidiables canchas de fútbol (bajo un buen proceso de consulta quizás hubieran negociado otras inversiones). Creció la desigualdad y ahora sí que es evidente. Los jóvenes buscan desesperadamente cómo hacer parte de este boom.
¿Quién entonces debe regular los impactos sociales adversos de la minería?
El Ministerio de Ambiente no debería meterse en los asuntos sociales de la minería, los asuntos ambientales son lo suficientemente complejos y técnicos. Sólo a estos debería dedicarse y además con mayor vehemencia. El Ministerio de Minas y Energía debería estructurar una unidad dedicada a abordar los impactos sociales de la minería que abogue por el respeto a los Derechos Humanos y la consulta previa. Esta unidad debe tener claras las posibles externalidades sociales de la operación minera y asegurarse de que sean asumidas de alguna manera por la empresa. No le corresponde sólo al Estado (con mis impuestos y los suyos) responder por las consecuencias de la generación de ganancias de otros.
La historia aquí relatada es ficticia, un poco extrema, pero trata de ilustrar algunos de los impactos sociales de la minería que muchas veces no vemos. El Estado debe garantizar los derechos de las comunidades vecinas a la operación. Se supone que el Ministerio de Minas y los equipos negociadores de los contratos con las grandes mineras deberían tener estas externalidades en cuenta pero, desafortunadamente, esta no es la regla.
Debería entonces existir una entidad al interior del Ministerio dedicada sólo a regular los impactos sociales adversos de la minería y cuyo único fin sea garantizar los derechos de las comunidades y buscar que éstas se beneficien verdaderamente de la extracción.