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Domingo Junio 04, 2023
El proyecto de vivienda de interés prioritario de La Hoja se construyó en un lote del distrito capital ubicado en la carrera 30 con calle 19, costado occidental.

 

Las cortinas de todos los colores y texturas desordenan la monotonía del gris plomizo dominante en las torres, invisible al anochecer, adentro y afuera, en pisos y paredes y techos y ventanas.

En los bancos, en las terrazas, los muchachos se sientan con los brazos dentro de la camiseta, resguardándose del frío capitalino. Alguno revolotea en bicicleta por los pasillos, aun en los pisos altos. Más allá del parqueadero, contra la reja improvisada, unos niños juegan a lanzar el trompo. Los de más acá hablan, lucen cortes de pelo a la moda, usan el arete de los dieciséis. Dentro de los apartamentos, los niños hacen las tareas de matemáticas o ven televisión por cable o, sin más remedio, toleran la emisora religiosa que la madre escucha mientras prepara la última comida del día.

En La Hoja, el proyecto de vivienda de interés prioritario construido por el gobierno nacional en un codiciado lote del Distrito, las mujeres y los hombres cosen o levantan paredes ?los avisos en las puertas y carteleras publicitando sus micronegocios así lo confirman?, madrugan para llegar al trabajo, llevan la enésima hoja de vida a donde digan los clasificados. Cuatrocientas cincuenta y siete familias, escogidas por sorteo dentro del universo de víctimas de la guerra en Colombia, que llevaban años en procesos oficiales de asignación de vivienda gratis, se acostumbran a su nueva casa y vecindario y soportan, acaso sin excesiva consciencia, las miradas, las críticas, a un experimento social que ha generado polémica y curiosidad: niños, viejos, adultos provenientes de todos los rincones del país ?Chocó, Caquetá, El Catatumbo, Arauca, Huila?, que han vivido las violencias de los últimos 20 años, ahora, como en un reality, desde hace menos de seis meses, conviven en un conjunto urbano en las barbas del centro de Bogotá.

La comunidad de La Hoja tiene sobre sí los reflectores por los problemas de convivencia y seguridad ?robos, vandalismo, intolerancia? de los que algunos propietarios se han quejado y los medios han informado, por la aparente dificultad para integrarse con los vecinos de la zona y porque, claro, son vistos como las fichas de un tablero en el que el alcalde saliente y probable candidato presidencial, Gustavo Petro, empeñó buena parte de su capital político: contra la oposición inicial y la desconfianza actual, destinó para el programa de viviendas gratis un lote que originalmente se iba a usar para alojar las sedes de las entidades distritales, locales comerciales, oficinas y un hotel, con la idea fija de que “los pobres no tiene por qué irse a vivir en el río Bogotá, encima de un humedal o en una lejanía”.

 

Además de la plazoleta, los muchachos, que son quienes más frecuentan las zonas comunes, departen en las terrazas. Los vecinos se quejan de la falta de oficio de muchos jóvenes de La Hoja

 

La Hoja podría ser un proyecto social y urbanístico pionero, como Petro ha defendido, o el último de su tipo en Colombia (están suspendidos, por ejemplo, los contratos de diseño para el proyecto de VIP de los lotes del distrito en el Chicó debido a una acción popular presentada por los vecinos), y la discusión sobre la conveniencia y viabilidad de combatir la segregación social mediante este tipo de proyectos ?que debería considerar los resultados de La Hoja? es aun más relevante porque pasado mañana podrían llegar a las ciudades cientos de excombatientes ?con sus familias? sin casa, sin barrio, sin trabajo. Lo que llaman el Posconflicto.

La Silla Vacía visitó la Plaza de la Hoja, habló con varios de los nuevos propietarios, con los vecinos del barrio Cundinamarca, y recogió las historias y las voces de una comunidad que, fuera de toda duda, es una pequeña Colombia: la Colombia rural, la que ha sufrido la guerra.

 

Sofía Rivas se queja de las fiestas que hacen los jóvenes de La Hoja, y de que la policía, cuando viene a controlar, insista en responsabilizar, sin preguntar, a los negros y costeños.

 

Torre once, piso nueve

Los ojos de Sofía Rivas brillan cuando habla de sus matas y se encienden cuando cuenta cómo ha tenido que defenderlas. Si el tema es otro, despreocupada, quita los hilos sobrantes del sofá y recorre con el dedo índice el contorno de las flores estampadas. En la sala de su casa, “El Territorio” es una añoranza de la que no dan buena cuenta la silla mecedora sobre otra silla mecedora, ni la estufa casi en la mitad de la sala, pero sí las gulupas que se asoman en la repisa y las matas ?sus adoradas matas? que cuelgan de la baranda al frente de su apartamento.

?Los vecinos están bravos con El Tiempo ?dice ahora mientras Neymar, su nieto, brinca por toda la sala? pero tampoco es que esté diciendo nada del otro mundo: que si alguien fuma marihuana, pues sí, a mí una vez me llegó el olor hasta acá, pero eso es normal en la calle, en otros barrios, ¿o no? En todas partes se cuecen habas.

Sofía Rivas salió desplazada de El Barro, una vereda de Nóvita, en el sur del Chocó. En el 2000, los paramilitares desaparecieron a su hermano Genaro Tello Rivas en Bojayá. Él trabajaba en la empresa para la preservación de la flora y la fauna del Chocó, y se volvió incómodo para los traficantes de droga porque una de sus tareas era evitar que los campesinos vendieran el borojó verde.

?¿Usted conoce el borojó? ?dice Sofía y responde enseguida?. Un mes antes de que se volviera café, lo cogían y le sacaban lo de adentro para rellenarlo con coca. Así enviaron no sé sabe cuántos cargamentos a México.

Sofía Rivas cuenta que les entregaron los apartamentos mal acabados. “A mí me tocó arreglar la chapa de la puerta, en el baño había un reguero de agua, cambiar el sanitario porque los compraron en Ecuador. A simple vista quedaron cosas mal construidas, pero si el interventor recibió así, qué puede hacer uno ?dice y otra vez ella responde?: ir arreglando uno mismo lo que está mal”.

 

Los residentes de La Hoja, aun aquellos que ya han vivido en propiedad horizontal, adaptan y hacen suyos los espacios comunes.

 

De la convivencia, como todos los entrevistados, dice que ella no ha tenido problemas con nadie. “Pero otros sí”. Oye ruidos en los pasillos: muchachos sin nada más que hacer corriendo en las noches, y sabe de unos vecinos, en la torre uno, a los que los servicios les están llegando caros por ser de uso comercial. “Pero ¿uso comercial en un séptimo piso?”, y pregunta y respuesta son una sola al mismo tiempo.

?El cuento es que dicen que los negros y los costeños somos los bulliciosos, pero yo soy diferente, a mí me gusta la tranquilidad. Acá ya ha venido la policía, como yo soy la negra vienen y tocan aquí. Y tocan que si es aquí la bulla y yo les digo ¿por qué tiene que ser aquí?

Pero su queja mayor, su causa, son las matas. Porque un día un señor vino a decirle que el manual de convivencia de la copropiedad prohibía tener las matas en los pasillos.

?Yo le dije que las matas están ahí, que ellas no se están moviendo, y que los que pasan tienen que respetar. ¿Cómo me va a decir a mí que las matas las tengo que quitar? Yo soy una mujer campesina, que he estudiado pero tengo mi esencia campesina, no la puedo dejar ?dice, indignada.

Sofía Rivas tiene 49 años, vive con la hija, Ana María de 16, la sobrina, Astrid de 25, y el nieto ?hijo de una hermana que murió: ya no es un sobrino? de 7. Su familia responde al grupo típico en La Hoja: mujeres cabeza de familia a cargo de sus hijos, a veces de sus nietos. Ella es auxiliar de enfermería. Trabaja en un proyecto con la OEI: La estrategia del tambor, con niños indígenas y afros.

?Me han dicho que el cura del barrio Cundinamarca le tiene rabia a la gente de La Hoja, que no le gustamos las ‘personas escandalosas’, y que llama a la movilidad cuando le dejan los carros parqueados al frente. Pero como yo no voy allá sino a mi iglesia cristiana…

 

Los colores, además de venir en las cortinas y los arreglos navideños que ya se ven en La Hoja, abundan por cuenta de los niños. Algunos vecinos se quejan de que dañan los ascensores. "Más nos demoramos en mandarlos a arreglar que los niños -por culpa de los padres, aclara la administradora- en volver a obstruir las puertas o dañar los tableros.

 

Torre ocho, piso nueve*

Cuando salimos de Viotá yo era operadora de Telecom. Supuestamente por ser yo informante del Ejército, la guerrilla se quedó con mi hijo el mayor durante un año: porque permití que el Ejército hablara por teléfono, no sabía que habían dado esa orden, el 42 de las FARC, y nos echaron de la vereda San Gabriel donde vivíamos en un bus para Viotá. Ahí la policía nos escondió en la estación; pero un día que hubo enfrentamientos, lanzaron un cilindro que tumbó la pared del comando y le cayó encima a mi hijo, que tenía 9 años. Nos mandaron para el Hospital San Blas, en Bogotá y, como se dice, ahí comenzó todo.

Tengo tres hijos, vivo con mi hija de 25 años, con mi hijo de 20 años y con esta nietecita de siete. El mayor tiene 30, el que no vive acá en La Hoja. Nací en Viotá y viví allá toda la vida, aquí no vine sino a estudiar en el ochenta y cinco, y a sacar los documentos: hice unos cursos de secretariado comercial, esa fue la época en que me ennovié.

La familia de él era como cachetuda, yo nunca entré en la vida de ellos, porque siempre he sido del campo, me decían la india patirrajada esa. Él tenía 24 y yo 17. Con el tiempo tuve mis tres hijos y él se comportaba tenaz hasta que se fue, no pudo trabajar, no hizo nada con su vida, y yo le dije: ‘déjeme con mis hijos’.

Desde entonces la vida en Bogotá ha sido dura. Yo tenía mi casa, mis cosas. Pero aprendí: he trabajado de empleada, mesera en las tabernas, vendiendo carne. Ahora vivo muy contenta con el apartamento, muy agradecida, pero muy triste de ver a todos estos muchachos con la rienda suelta, sin que los papás estén pendientes.

Ay, yo realmente soy muy feliz porque siento que llegué a mi casa como si hubiera llegado a mi pueblo. Porque yo pasé por Santa Lucía, San Cristóbal norte, el Restrepo…, y en ningún lado me sentí contenta.

 

Luz Mila Vargas, de Pitalito, vive en La Hoja con dos de sus hijos y una nieta. A otros dos hijos los despareció las FARC en el 2005. Desde que recibió su apartamento, ha hecho amistades con otros residentes, en especial con los huilenses como ella, y con otras mujeres que cosen en el conjunto.

 

Igual, uno se extraña porque hasta un guerrillero vive acá. Me lo encontré así de frente, uno de los más asesinos, en un apartamento de estos. Lo conozco pero prefiero quedarme callada porque eso es para problemas. Después me toca salir de aquí pitada otra vez. Él apenas me dijo (señala la frente propia con el dedo índice). Pero no lo he vuelto a encontrar, sé que vive acá porque lo vi en dos reuniones, hace como dos meses. Ese día lloré porque no me imaginaba que iba a volver a ver a esa gente.

¿Si oye el sonido de la moto? Para uno por allá escuchar el ruido de las motos era terrible porque ellos andaban en moto, no era ni a caballo ni a pie, no, cuando empezaban a zumbar todas esas motos por esa loma bajando, jum, sabía uno que iban a matar a alguien, tipo once, doce de la noche, y cuando menos pensaba, al otro día, habían matado conocidos de uno, vecinos.

Acá en La Hoja me levanto como hacía en San Gabriel todas las mañanas, con una tranquilidad…, pongo la olletada de tinto bien cargado, me tomo mi tinto entre mi cama y me pongo a leer mi biblia. Hago el desayuno, arreglo el apartamento, me alisto, alisto esta china y los que se van para el colegio: voy, la dejo, y vengo a molestar por estos lados a ver cómo colaboro en algo. Y por la tardes estoy pendiente de las reuniones, de si hay que ir a la alcaldía, hacer tareas, alistar uniformes.

Julieth, mi hija, estudia en el Restrepo: no la trasladé para los colegios del barrio porque aquí nos han discriminado por ser desplazados. A los niños los tratan de “los desplazados esos”, “los guerrilleros”, “el estrato uno”. Por eso decidí dejar a la niña allá.

 

La seguridad de La Hoja es frágil por la falta de un cerramiento permanente, los pocos viigilantes disponibles y la falta de control a la entrada. Los vigilantes se quejan además de falta de pertenencia de algunos residentes.

 

Barrio Cundinamarca, calle 19B con carrera 32

Los vecinos del Barrio Cundinamarca, a espaldas de La Hoja, ya no marchan (como hace meses) ni envían cartas a los periódicos protestando por la llegada de los futuros residentes. En la localidad de Puente Aranda, tradicional zona industrial, se venden almuerzos, mercados y tornillos sin reparar en las credenciales del comprador, los padres reciben a los hijos de la ruta del colegio (corren vientos de amores interbarriales), los caracteres lentamente se acompasan.

María Eugenia Beltrán, una de las tres Marías del barrio, regenta el restaurante Doña María, a tres calles de la entrada de La Hoja. En su opinión, el barrio no ha empeorado por la llegada de los nuevos residentes. “Inseguridad sí hay, pero uno no puede decir que sea por ellos, como le digo, ni bueno, ni malo, ni quita ni aumenta. De La Hoja a veces vienen a almorzar y me pagan lo mismo que cualquiera”.

En el segundo restaurante doña María ?el tercero cerró hace poco?, que no es una sucursal sino un negocio con otros dueños y especialidades, Carmen Espinoza, a cargo de la cocina, dice que la seguridad sí ha desmejorado “desde que llegó esa gente; porque de noche uno no puede pasar por ahí, da miedo”, y agrega, recelosa, “si entre ellos mismos se pierden las cosas”. Sin embargo, admite enseguida que ni a ella ni a la mesera del restaurante las han robado, ni tampoco conoce a nadie a quien le hubiese pasado.

Doña María la primera, pródiga en anécdotas, cuenta que en los 22 años que lleva en el barrio, lo que sí los ha afectado desde siempre son “los loquitos” que pasan los días en que recogen la basura. “Aquí me pusieron un papelito de la secretaría para que la gente no les dé limosna, pero ellos son muy difíciles, son groseros con uno, se me han llevado el salero, los cubiertos, hasta una silla ?y remata? incluso hay unos que son chinos del barrio que se criaron y cogieron calle”. 

 

Los espacios comunes de La Hoja son aprovechados por niños y jóvenes, pero aún no comparten espacios con los vecinos por fuera de La Hoja. Muchos residentes prefieren visitar los parques cercanos a sus anteriores casas, en el Tunal o el Tintal, por ejemplo. 

 

Donde Don Camilo, el supermercado más frecuentado por los residentes de La Hoja ?lo prefieren incluso por encima de la Plaza de Paloquemado?, Marcela Camino, la administradora encargada, cuenta que para ellos la llegada de los habitantes de la Plaza de la Hoja ha sido “una bendición”. “Problemas no ha habido con ellos; por el contrario, las ventas han mejorado en un 30% desde que llegaron, por la facilidad que tienen para venir, dos o tres veces al día si quieren. Y ahora también nos va bien al final de quincena, cuando las ventas solían bajar porque la gente ya no tenía plata”.

Nelsón Garzón, gerente de Megarepuestos, una distribuidora de partes y maquinaria agrícola con 24 años en el barrio Cundinamarca, coincide con doña María en que la seguridad no ha desmejorado ?aunque su negocio tampoco ha prosperado especialmente? y cuenta que le han pedido trabajo pero que él solo pudo darle una carta de recomendación a un muchacho. Con todo, es escéptico con el programa de viviendas gratis porque, dice, “a la gente hay que ayudarla a crear, si no eso es como cuando uno tiene un hijo y todo le da”.

 

Torre uno, piso nueve

Un taladro martilla incesante en un apartamento vecino, el sonsonete se confunde con la radio de la tarde, ininteligible, eterna. Los cuadernos esperan abiertos sobre el mesón de la cocina a que los niños lleguen de la plazoleta a terminar las tareas. En la pared, se amontonan los recuerdos, que en esta casa son siempre abrazos alrededor de un ponqué.

Claudia Bohórquez, tolimense de 37 años, exhibe en la muñeca izquierda una manilla que dice: “Yo soy La Hoja Cundinamarca”. A una de sus matas la bautizó La Hoja porque fue la primera que le regalaron cuando llegó a la casa nueva. Y lidera ahora el comité ambiental de la comunidad, como alguna vez en su natal Cañón del Combeima. Tal es su sentido de pertenencia que fue hasta las oficinas del diario El Tiempo “para que me aclararan de dónde habían sacado lo que dijeron en la noticia sobre La Hoja…, y ¿usted cree que me dieron importancia? No, me dijeron que tenía que pasar una carta”. 

 

Los residentes recibieron los apartamentos de La Hoja en obra gris. Algunos han ido sumándole acabados, pintando, construyendo mesones, paredes para acondicionar otro cuarto en lugar de la sala. Otros permanecen igual a la espera de una indemnización con la cual financiar los arreglos. Aquí Claudia Bohóquez en su cocina.

 

Es una mujer serena, que se abraza a sí misma cuando habla de sus cuatro hijos o de su nieta. Y que acaricia sin pausa a Luna, la french poodle ciega de los muchos años vividos, que la acompaña durante la entrevista.

Claudia Bohórquez cuenta que salió desplazada de El Secreto, vereda del Cañón del Combeima, junto con 95 familias y que llegaron a vivir, acostumbrados a la casa graaande con patios, al encierro de La Victoria, en el suroriente de Bogotá. “Dijeron que iban a empezar a matar a todos los que estaban donde había habido presencia de la guerrilla. Y como en la vereda de nosotros estuvo bastante tiempo esa gente... Mis tíos prácticamente regalaron el ganado, los caballos, todo se vendió barato por el miedo”.

En contra de una opinión frecuente, en La Hoja hay residentes que ya habían vivido en propiedad horizontal ?como Sofía Rivas? y otros que, como Claudia Bohórquez entienden bien de qué va el proyecto en que se embarcaron. “Todos somos dueños de nuestra casa. Somos dueños mas no somos dueños. Somos dueños de la puerta para adentro, porque de la puerta para afuera son unas áreas comunes donde tenemos derecho a sentarnos, a tomarnos un tinto, a que los niños jueguen sin hacer daños, pero no para apropiarnos de estos espacios”.

Claudia reconoce los beneficios de vivir en uno de los proyectos de interés prioritario mejor ubicados del país: “si me quiero ir a pie hasta la Plaza de Bolívar, si tengo que hacer una diligencia en el Supercade, para el catastro o las entidades de servicios públicos, o si quiero irme para El Campín, a todos esos lugares puedo ir, hasta Chapinero puedo irme sin problema”. Pero su fe en La Hoja no la distrae ni por un segundo del discurso de los derechos. Leyó en alguna parte que un vecino del barrio Cundinamarca se jactaba de no ser de esos a los que el gobierno les regalan las casas. 

 

Los residentes de La Hoja pagan $ 33.000 mensuales por la administración. A la espera de estabilizar los ingresos de la copropiedad, porquen no todos están cumpliendo con los pagos, la administradora no ha contratado el contador público.

 

Enfática, con la mirada revuelta, Claudia responde a ese cuestionamiento: “el hecho de que nosotros estemos acá no es porque nos regalaron la casa y ya. No, yo también perdí mis cosas en la finca, mis hijos no fueron al colegio un año por estar rodando de pieza en pieza cuando salimos desplazados. Y ¿quién le devuelve a uno eso y quién el sufrimiento?”.

Claudia sabe que en La Hoja no faltan los problemas pero prefiere concentrarse en las ventajas de su nueva vida. Por ejemplo ella, a diferencia de otras madres, de otras familias, con un argumento contundente, matriculó a sus hijos en uno de los colegios cercanos a La Hoja. “En este de acá, que es un colegio pequeño, la policía no tiene que llegar a la salida como en donde los niños estudiaban antes, por los conflictos”.

En la oficina de la administración cuelga de una pared una cartelera con el cronograma de actividades institucionales. Y la lista es larga: Secretaría de Hábitat, Secretaría de Ambiente, Secretaría de Integración Social, alcaldía local, Unidad de Víctimas, Alta Consejería… Y “al principio ?agrega Claudia entusiasta? también estuvo la constructora en la parte social. Estuvieron pendientes de los daños en los apartamentos. Para qué pero las entidades nos han acompañado”, dice.

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Mié, 2015-12-09 09:56

Molanito, donde leyó que nombraban a la "conchi"?, ni en el twitter del peñafarsante aparece eso

Mar, 2015-12-08 14:59

Los enemigos de Petro incluyendolo a él mismo y su coro de áulicos impiden que la sociedad construya una mirada objetiva sobre lo hecho en su gobierno. La pugnacidad permanente como fórmula, la incapacidad de armar equipo, la satanización de los contrarios incluidos periodistas son prácticas lejanas a la formulación política del M19 en donde militó. ¿El proyecto de La hoja sobrevivirá? Eso depende esencialmente de quienes allí viven. Los medios y sectores de poder económico por su parte ya la descalificaron porque es una ruptura con las tradiciones del negocio de viviendas para pobres. Si sus habitantes logran sacar adelante su proyecto de vida y reconciliación se habrán reivindicado así mismos antes que al gobierno X o Y. Por que como bien dijo alguno hace años, no hay mesías que resuelva los grandes problemas del pueblo colombiano, será un proceso de organización fuerte y trabajo con la gente, con toda la gente de este país

Mar, 2015-12-08 10:06

V NECESITA D TU APOYO urgente..!!!. Todavía hay motivos para confiar en la independencia y el compromiso con los usuarios, alma y nervio d este portal.

Respetuosamente solicito a TODOS x su aporte, especialmente aquellos q interactúan en las múltiples Patas d LSV, a los q se les ha dado la oportunidad y la preferencia d exponer sus posiciones en cada área d la q son especialistas., incluso d exponer sus escritos.

Esta solicitud la hago a título personal y en procura sana d contribuir todavía a conservar este espacio d discusión d la vida nacional.

El tiempo se acaba…, es URGENTE..!!!

Lun, 2015-12-07 16:14

Y asi siguen diciendo que Petro no hizo un cu...

Lun, 2015-12-07 10:24

Sin duda este es uno de esos proyectos de convivencia que merecen todo el apoyo ciudadano. ¡Qué maravilla que, luego de quedar sin nada, algunas personas puedan reconstruir sus vidas, integrarse a la sociedad y paulatinamente ir ganando espacio. Ciertamente es muy duro pasar de los espacios amplios del campo a las reducidas cuatro paredes de un apartamento. Pero sin miedo. Aunque no vivo en Bogotá, sueño con que algunos voluntarios puedan organizar talleres de convivencia para que estas personas sientan todo su potencial, todo su valor y toda su bondad construyendo colectivamente una mejor vida.

Lun, 2015-12-07 10:20

Empatia

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