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En las últimas semanas la Corte Suprema de Justicia ha estado en el centro del debate como consecuencia de las decisiones que ha tomado en contra de los funcionarios más cercanos al Presidente, en hechos ocurridos durante el período del ex Presidente Álvaro Uribe Vélez. El ahora Senador desde todos los medios a su alcance, incluida su curul en el Congreso ha acusado a los miembros de ese Tribunal, a los actuales y a los que han sido, de todo tipo de delitos. Dijo que se habían concertado con narcotraficantes, que tomaban decisiones por razones políticas y etc, etc.
Eso ha ocurrido simultáneamente a que en el Congreso se debate el régimen de responsabilidad de los magistrados de las altas Cortes. Es más, el mayor embate de Uribe contra la Corte se dio en la discusión de ese proyecto, que está cambiando una especie de “irresponsabilidad” histórica a un método de responsabilidad jurídica. Es decir que lo que se está definiendo en el Congreso es no solo cómo y ante quién responde el Magistrado Jorge Pretel si se comprueba que efectivamente ofrecía influir en el sentido de las sentencias de la Corte a cambio de dinero. También se está decidiendo el procedimiento que se seguirá para definir si las acusaciones de Uribe son ciertas o no.
El debate debe considerar entonces no solo cómo actuar con severidad y prontitud ante un magistrado eventualmente corrupto, sino como preservar la autonomía y la independencia de los magistrados para ejercer su función. Es más importante para el “equilibrio de los poderes” el segundo que el primero. Es más grande el daño que se genera si no se asegura la independencia judicial que si hay impunidad con los corruptos.
Para eso, para proteger la autonomía de los jueces, se han inventado varias cosas: de un lado el fuero, que no es un privilegio sino una garantía no para que no castiguen al delincuente sino para que no persigan a quien toma una decisión controvertida. De otro lado la “inviolabilidad judicial” que es un principio universal de derecho consecuencia del reconocimiento y protección de la independencia de los jueces.
La reforma que hace tránsito en el Congreso, ya en el sexto de ocho debates, ha logrado un “equilibrio” adecuado y difícil de lograr.
Hace expreso en la Constitución el principio de “inmunidad funcional”, como lo llaman en Europa, para proteger a los jueces por el contenido de sus decisiones. La redacción que hasta ahora se ha logrado no es suficientemente técnica porque han surgido debates acalorados al interior del Congreso que “denuncian” que lo que se les quiere es dar impunidad a los magistrados. Los dos debates restantes deberán servir para lograr una mejor formulación de ese principio.
Eso lo que querría decir es que, salvo que se les demuestre dolo o intención expresa de favorecer o perjudicar a alguien por dinero u otro motivo distinto a la aplicación de la ley, los magistrados de la Corte Suprema no han cometido ningún delito al condenar a los funcionarios cercanos a Uribe y que la propia Constitución los ampara para que quien tenga la facultad de controlarlos no se arrogue la competencia de reabrir los procesos, valorar las pruebas, hacer su propia interpretación de la ley. El ex Presidente o cualquier otra persona tienen derecho a no compartir la decisión, pero hay que salvaguardar a los magistrados de que ese desacuerdo se pueda convertir en prevaricato.
En varios países de América Latina han sacado de sus cargos a magistrados que toman decisiones que no les gustan a los gobiernos. Hay buenos ejemplos en Ecuador y Argentina.
La reforma además deja que la investigación la haga una comisión elegida por méritos. Hay dos elementos fundamentales uno que sea un cuerpo colegiado y no una decisión unipersonal. Sorprende que el Fiscal y algunos magistrados estén proponiendo una especie de Fiscal todo poderoso que tendría la misión de investigar a los aforados. Es obvio que para los jueces es más garantista una decisión plural. Por eso las Cortes y los tribunales son colegiados para brindar garantías de pluralidad y de control. Afortunadamente esa propuesta no tuvo ningún eco en el Congreso.
El otro elemento es que su conformación no sea libre de otro poder, el Congreso por ejemplo, ni de los propios jueces. Que la designación responda a un proceso transparente y cuyo resultado dependa solo de los méritos es fundamental para darles garantías a los jueces.
Finalmente, la reforma obliga a que en todos los casos en los que se acuse a un magistrado haya participación del Congreso, pero que en los casos de delitos la actuación de éste no condicione el juzgamiento que deba hacer la Corte Suprema de Justicia. Esa exigencia es otra garantía para la independencia judicial porque provoca que la Comisión tenga que sustentar públicamente su acusación y que el Congreso ejerza una especie de control político que si bien no impide que la Corte condene si abre la puerta para que la ciudadanía intervenga e imponga a la Comisión que sea una acusación sustentada.
Los magistrados se han opuesto a la propuesta a pesar de que incorpora ese elenco de garantías. Han usado todo tipo de argumentos. Se han quedado en propuestas que ya no están en la reforma como que el Presidente nombre la primera Comisión, lo cual evidentemente era inconveniente. Hacen mal los magistrados y el Fiscal con oponerse y ponerle trampas a la reforma porque dejan la sensación de que no quieren control.
Lo complicado del asunto es el control político del congreso a la acusación del Tribunal de aforados. ¿Qué pasa si la plenaria no levanta el fuero para que juzgue la Corte Suprema? ¿Y si el acusado es miembro de ésta, quedaría en manos de conjueces el eventual juzgamiento? Lo deseable es que el tribunal sea autónomo, que investigue y juzgue, y una segunda instancia podría darse ante la Corte Suprema. En la separación completa de los procesos político y judicial está el éxito de la reforma. No hacerlo es cumplir con el viejo dicho: “el mismo burro con distintas orejas”. Demasiados intereses en pugna convierten la reforma en este aspecto en un simple travestismo político.