Después de que las imágenes de los indígenas sacando alzado a un soldado del Cerro Berlín en Toribio le dieron la vuelta al país y los periodistas abandonaron el lugar, la situación en el norte del Cauca no ha mejorado. La Silla Vacía estuvo allí la semana pasada.
Llegando desde Santander de Quilichao, a una hora al sur de Cali, sobre la Panamericana, la carretera que nos lleva hacia el oriente, tropieza con las primeras colinas de la Cordillera Central. Cerca a Caloto está el primer retén del Ejército. Veinte minutos después, el segundo. Finalmente llegamos al corregimiento El Palo, un pueblo de unas 50 casas que se distribuyen por tres calles pavimentadas al lado de un río con el mismo nombre. Es la entrada a un corredor estratégico para la guerrilla. Por ahí se sale hacia el norte del Cauca y hacia Cali, y también está la carretera que lleva a Toribío. En este triángulo opera una de las estructuras más activas de las Farc: el Sexto Frente.
En febrero, en este corregimiento, el Sexto Frente mató al Mayor que coordinaba la operación militar en el pueblo. En respuesta, 13 personas fueron capturadas en agosto. Uno de ellos fue el esposo de Flor Vidal. Lo acusaron de pertenecer a la red de apoyo de la guerrilla y desde que se lo llevaron, en una camioneta blanca que partió rumbo a Santander de Quilichao, Flor no ha vuelto a ver su esposo.
Si él tenía algo que ver con la guerrilla, Flor lo niega. Dice que su marido a veces hacía transportes hacia Toribío, y casi todos los días subían a la finca a trabajar en los cultivos. Su esposo tenía un invernadero donde cultivaba marihuana y también trabajaba raspando coca. Nada excepcional en el norte del Cauca. Ella niega, sin embargo, que él fuera subversivo. “No, él no tenía contacto con la guerrilla,” dice Flor.
En esta región, que es una de las retaguardias de la guerrilla, la gente vive principalmente de los cultivos ilícitos. Según la Policía Antinarcóticos, en el Cauca hay 6 mil hectáreas sembradas de coca y 400 de marihuana. Cultivar, trabajar y vender la hoja de coca o la marihuana es algo tan cotidiano como cultivar café en el Eje Cafetero. Flor no puede visitar a su esposo, porque ella también tiene retención domiciliaria desde que encontraron 17 libras de marihuana en el sótano de su casa. Dice que las había olvidado. “Antes eso es poquito aquí,” dice.
Entre Toribío y Miranda se cultiva uno de los mejores tipos de marihuana: “Corinto”. Famoso por su alto porcentaje de THC, el compuesto psicoactivo que genera en los consumidores la sensación de placidez, se vende la arroba a alrededor de 170 mil pesos. Un precio con el que ningún otro producto campesino puede competir.
Un pueblo sin jóvenes
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Los habitantes de El Palo, corregimiento de Caloto, cuando no encuentran en qué trabajar, van al río a sacar oro. Usualmente la gente trabaja en el campo, cortando maleza o recolectando cosechas de café, coca o frutales. En una semana pueden recolectar hasta 2 gramos de oro, que se vende en Cali a 72 mil pesos el gramo. Foto: Juan Pablo Pino |
Son las cuatro de la tarde y nosotros queremos visitar antes de que anochezca la vereda El Pedregal, donde el Ejército está acampando cerca de la escuela rural a veinte minutos. Es una hora de camino por una trocha que solo en verano permite el paso de vehículos particulares. En el retén, uno de los tres que se ubican en cada una de las vías de salida de El Palo, el soldado pregunta para dónde vamos. “Toribío,” miente nuestro conductor. Decir que vamos a una de las veredas, sería demasiado sospechoso. Allá manda la guerrilla.
Apenas comienza la trocha, empiezan los cultivos de coca, cuyas hojas brillan en la luz de la tarde. Desde que salimos del pueblo, nos persigue una moto. Vigila cada paso que damos hasta que volvemos a El Palo dos horas después.
En la escuela de la vereda Pedregal, casi toda la comunidad nos está esperando. Que lleguen dos periodistas a este sitio de unos 500 habitantes escondido en las montañas entre Caloto y Toribío, es algo novedoso. Los que no se dejan ver son los hombres entre 15 y 30 años. Todos los hombres son más viejos o niños. Cuando preguntamos dónde están, las respuestas son evasivas. Nadie confirma ni niega si pertenecen a las filas del Sexto Frente.
Jairo Muñoz, el presidente de la Junta de Acción Comunal, un hombre de bigote, con botas de caucho y gorro de béisbol, nos recibe en la cancha de fútbol. Antes de dar inicio a la reunión, Jairo habla varias veces por su celular, un poco nervioso, como si estuviera reportando la visita.
Hace varios meses, antes del episodio del Cerro Berlín, el Ejército instaló un campamento en el filo de la montaña, cerca al caserío donde están ubicadas la escuela y una tienda. Desde ese cerro, donde también están ubicados los tanques de agua de la comunidad, controlan la zona. Cada 20 días bajan a la vereda y patrullan. A veces acampan en la escuela. Cuando eso sucede, las clases de los más de cien niños se suspenden porque, con frecuencia, la guerrilla hostiga al Ejército cuando bajan al pueblo. La única tienda también se cierra. Apenas escucha el primer tiro o el lanzamiento de una granada, la comunidad se refugia en una finca cercana. Nos cuentan que a veces pueden durar hasta tres días encerrados y que cuando salen, ven sus cultivos destrozados por las balas y una que otra vaca muerta.
En sus casas han levantado banderas blancas como símbolo de neutralidad. Sin embargo, las ventanas destruidas y los orificios de bala en la pared de la escuela demuestran que los grupos armados las ignoran. Don Jairo nos muestra una lista con todas las denuncias que la comunidad, con la ayuda de una Ong de Derechos Humanos ha hecho en contra del Ejército y cada una de las 45 personas que se han desplazado en los últimos meses. ¿Qué le dicen a la guerrilla?, le preguntamos. “Es que uno casi no los ve,” dice y se vuelve a callar. La gente tiene miedo. Aunque el salón del colegio donde estamos reunidos está atiborrado de gente, solo habla el presidente de la junta. Se les nota el temor de hablar, de contar lo que viven. Los que tienen el poder, tienen ojos y oídos en todas partes.
Sólo cuando hablan de sus problemas sociales desaparecen las caras asustadas. Dicen que la coca y la marihuana son su sustento, porque el maíz, el café y el plátano “en el pueblo son prácticamente para regalar.” Se quejan de que no haya transporte sino los sábados y que el acceso a la salud es difícil. Una vez al mes llega una brigada de salud. De resto, si alguien se enferma de urgencia tienen que bajar a Caloto, a hora y media. Al final de la reunión, cuando nuestro conductor dice que tiene afán de devolverse antes de que oscurezca, Jairo dice algo con sentido político: “Nosotros respetamos la ley. El Ejército tiene todo el derecho de pasar por aquí, pero que no se quede.”
La conquista de El Cerro
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Lo que viven los campesinos del Cerro Calandaima es una muestra de la resistencia de los pobladores de las veredas al conflicto armado. Pedirle al ejército que se aleje de sus casas y vivir con la zozobra de cuándo empieza un hostigamiento por parte de la guerrilla son el pan de cada día en esta zona del país. Foto Juan Pablo Pino |
A la mañana siguiente, llegamos al Cerro Calandaima, en Miranda, el último rincón del Cauca. El Calandaima se volvió famoso cuando Piedad Córdoba dijo desde allí el polémico discurso en el que el denunciaba al Ejército por sembrar minas.
A 20 minutos en una carretera destapada, esta vereda en las primeras colinas de la cordillera central, ha vivido las dificultades de los combates frecuentes entre ejército y guerrilla. Uno de los “tatucos” -granadas de mortero artesanales lanzadas por la guerrilla desde un tubo de hierro que pueden alcanzar un objetivo a 800 metros de distancia - destruyó parte de la precaria escuela rural. Con la ayuda de la Cruz Roja Internacional, la comunidad la está reconstruyendo.
En una de las paredes al lado de la escuela destruida, un afiche borroso convoca a participar en la marcha de abril en Bogotá, que inauguró la Marcha Patriótica. Otro “tatuco” sin explotar reposa todavía en uno de los predios al pie del cerro. Su dueño hasta hoy no se ha atrevido a sacarlo. A este lugar casi no suben las moto-taxis que se estacionan en la cabecera municipal.
Uno de los campesinos, Albeiro Gaona, nos acompaña por un estrecho camino entre rastrojo y zancudos hasta el alto del cerro, donde hay varias casas de guadua y esterilla. Los niños juegan bruscamente. Uno de ellos con una tabla de madera con forma de fusil. “Los niños lo hicieron”, dice Albeiro. “Llevan toda la vida viendo lo mismo.”
Mientras disfrutamos el viento que nos refresca bajo un sol inclemente, el alto nos ofrece una vista impresionante del Valle del Cauca. Calandaima es la entrada a la Cordillera y es por eso que el Ejército escogió este lugar para acampar, cavar trincheras y combatir la guerrilla. Albeiro nos cuenta su historia. Se fue de la casa cuando tenía ocho años y empezó a recorrer los departamentos del sur del país, trabajando en los cultivos de café y coca en Caquetá, Nariño y Putumayo. Llegó al Calandaima hace siete años, “un lugar muy tranquilo”, como dice. Hasta que a principios de año llegó el Ejército y empezaron los combates.
Cuenta que la comunidad en el pie del cerro pasa noches enteras sin dormir y que el silbido de los disparos son cada vez más frecuentes. Tres veces se han tenido que desplazar en los últimos seis meses. “Sobre todo para los niños es muy difícil, dice Albeiro. “Cuando escuchan cualquier ruido, piensan que hay que volver a refugiarse en el monte.” Hace tres meses, uno de sus vecinos, pisó una mina mientras caminaba por su potrero y murió al instante. Cuando esto sucedió, la comunidad decidió a actuar. Entre todos, decidieron comprar el predio donde acampaba el Ejército.
Albeiro nos muestra con cierto orgullo las copias de la escritura de la Notaria única del Municipio de Miranda. Con ese papel en la mano, se tomaron el lugar, destruyeron las trincheras del Ejército y empezaron a construir las casas. Los militares tuvieron que retirarse algunos metros. Hoy viven al lado, separados solo por una cerca. Desde entonces, los combates son menos frecuentes, pero los problemas siguen. Los soldados empezaron a regalar dulces a los niños, preguntando quiénes de la comunidad son guerrilleros. Los campesinos sienten que todos están bajo sospecha.
Albeiro, que ha visto grandes cultivos de coca en otras partes del país, se ríe. “Aquí no somos guerrilleros, sólo campesinos pobres. Si fuéramos grandes cocaleros, tendríamos casas en ladrillo con una baldosa fina”, dice. El interior de su casa es de esterilla pero las forran con plásticos verdes, de construcción, para evitar que se cuele el viento frío que sopla en el cerro en la noche.
La semana pasada, una de las cinco familias en el alto del Cerro Calandaima tuvo que abandonar su casa recién construida. No nos dicen por qué, pero nos dan a entener que es por haber tenido contacto con el Ejército. “No se puede hablar con ellos, porque entonces dicen que uno es de ellos” nos dice una persona que vive cerca al campamento. Es una frase que oímos una y otra vez.
El domingo es día de fiesta en El Palo. Ese día, las luces no se apagan a las siete y media de la noche y en los tres quioscos donde los jóvenes toman una y otra cerveza suena música guasca a alto volumen. Una familia ofrece chuzos asados. Mientras hablamos con un grupo de campesinos se nos acerca un muchacho joven. ¿Quiénes somos? ¿Qué hacemos? ¿Por qué las fotos? ¿Somos del Estado?, nos pregunta. No está armado, pero es claro que es uno de los milicianos que tiene las Farc en las veredas. Le explicamos que somos periodistas. Eso no le hace ninguna diferencia.
“Venga, yo llamo pa´que vengan por ustedes y se los lleven de una vez,” nos dice. Solo la intervención de uno de los habitantes del pueblo calma la situación y el miliciano se va. Decidimos que es mejor irnos en el primer bus del día siguiente. A pesar que las Farc y el gobierno se sentarán a dialogar en algunos días, la guerra en el Norte del Cauca continuará.
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"Esta vez ve y diles que los colombianos en sus palacios piden la paz para poder seguir robando en paz, pero que cuando digan '¡paz, paz!' lo que habrá será guerra."
Uno se transporta a la zona. Rompe la burbuja. Muy buen trabajo.
... Cuando le pregunté que si ella creía que con los diálogos de paz la guerra allí podría acabar, respondió tajante un No. Ella me dijo con tristeza que allí reina la coca, pues los campesinos prefieren sembrar coca que alimentos porque claramente se las pagan mejor, y el Gobierno y el Mundo no han dado opciones distintas a la guerra para combatir el narcotráfico. Además, me contó que los guerrilleros con los que habló siguen anclados en esa ideología de izquierda de los 70's, con consignas de "abajo el imperialismo" y convencidos de "la guerra de guerrillas". Los invito a leerla, en especial la entrada del 05 de julio, que es la que se relaciona estrechamente con esta entrada de La Silla. De julio a noviembre nos damos cuenta que las cosas no cambian nada. Además no ocurre sólo en el Cauca.
http://diariodeunanutricionistaenelcampo.blogspot.com/
Es una realidad que la guerra va continuar aún cuando "se firme la paz", como dicen algunos medios, porque la paz no se firma sino que se hace. Los que vivimos en las ciudades o en zonas rurales de bajo conflicto opinamos frecuentemente de algo que desconocemos: la guerra. Si bien "nos toca ver" algunas de sus consecuencias (v.g. el desplazamiento), no sabemos qué es un enfrentamiento a "bala ventiada" entre el ejército y la guerrilla y mucho menos caminar con cuidado por temor a pisar una mina antipersonal. Por eso, agradezco a La Silla que nos ponga en contexto con este tipo de reportajes. Al respecto, hace poco una amiga, que trabaja el CRN de Camawari en Nulpe Medio, me contaba sobre su experiencia con un retén guerrillero. La guerrilla le pidió dinero para dejarla pasar, sin embargo ella por sus convicciones optó por ir a hablar con el comandante pues no estaba de acuerdo con pagar sobornos de ningún tipo. ...
Qué buen artículo!!! felicitaciones David y Juan Pablo!
Contextualiza y es la verdad del que vive el drama de la guerra.
Hermoso trabajo. La guerra y la paz de cuerpo entero, desde la piel y no desde un escritorio.
Es una radiografía exacta de una zona de guerra. Importantísima por lo actual. Y si más tiempo hubiesen estado en los sitios visitados, el abandono del Estado igualmente hubiera hecho parte de este relato, reportaje y a la vez investigación periodística en el terreno mismo de los acontecimientos.
Así ha sido en Colombia en los últimos 50 años. Por supuesto, que entre 1962 y 1982 ni la cobertura ni la intensidad fueron iguales a lo que se ha vivido en los treinta años que siguieron. Una guerra de nunca acabar. Que URIBE golpeó a las FARC como nunca antes había ocurrido y las arrinconó, es cierto. Pero a qué costo ?. Billones y billones de pesos con impuesto al patrimonio incluido. Acaso, eso garantizó que ya se estaba llegando al fin del fin ?.
Los cultivos de coca para financiarse las FARC a través del "impuesto" del gramaje o quien sabe en cuál otra forma.
No hay solución distinta a la negociación. Si no se llega a acuerdo alguno, continuaremos en lo mismo. Por otros 50 años. O más
Alguna vez en alguna entrevista alguien contesto que matar un solo guerrillero costaba no se cuantos miles de millones de pesos. Si se destinara ese dinero a la educacion de verdad y a asalud esos guerrilleros que mataron por nose cuentoas miles de millones seguro no habrían tomado la opción de irse a la inútil guerra que nos acecha.