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Enrique Peñalosa es un enamorado de la ciudad. En esta campaña, también ha hecho campaña en bicicleta. Foto cortesía de RisaraldaHoy.com |
«Juan Manuel Santos es un cyborg programado desde chiquito para ser Presidente». Así lo describe un amigo que lo conoce desde niño. Y no es la única persona que se refirió a la máquina para explicar al hombre que el 7 de agosto de 2010 asumió las riendas de Colombia.
Santos nació el 10 de agosto de 1951 en una familia de clase alta bogotana que estaba en el corazón del poder. Es el sobrino nieto del expresidente Eduardo Santos y el hijo de Enrique Santos, el entonces editor general y dueño del periódico El Tiempo. De El Tiempo cuando el periódico marcaba el tiempo de este país.
Juan Manuel es el tercero de cuatro hermanos hombres. Su hermano mayor, Enrique, el famoso columnista y hasta hace unos años codirector de El Tiempo, era un líder universitario izquierdista, fiestero y tumbalocas. Juan Manuel, en cambio, era un niño juicioso, feo, metido a grande, amigo de los adultos y de los pode- rosos desde pequeño. Andaba siempre acompañado de un perro feroz que lo protegía y también lo engrandecía frente a los demás. El expresidente Alfonso López Michelsen, uno de sus mentores políticos, y Arturo Gómez Jaramillo, el todopoderoso presidente de la Federación de Cafeteros, eran compañeros suyos habituales, a pesar de que le llevaban varios años.
Santos nació en el seno del poder y aprendió a dominar estos círculos desde niño y a disfrutar haciéndolo. Su habilidad para la es- trategia política y para diseñar las componendas elitistas en el mo- mento oportuno es reconocida por amigos y enemigos. Por eso, aunque Santos nunca había ganado un voto antes de lanzarse a la Presidencia, sí alcanzó a acumular múltiples victorias políticas que lo llevaron a donde está hoy.
«Aprendió a mandar y a que le lagartearan desde chiquito», cuenta un amigo suyo, que dice que desde que Santos tiene uso de razón presenció cómo todo el mundo lisonjeaba a los dueños del periódico. De todos los presidentes recientes, ningún otro tenía tanta familiaridad con el poder. Había manejado la economía, el Congreso y el Ejército y lo había hecho bien.
En la familia Santos hay un gran respeto por los adultos y un cierto afán por ganarse su admiración. Si Enrique Santos, Luis Carlos Galán y Daniel Samper Pizano eran los consentidos del periodismo de Eduardo Santos, Juan Manuel era el elegido de la familia para convertirse en el heredero de la dirección de El Tiempo y también en el próximo Santos en llegar a la Casa de Nariño.
Varias personas que lo conocen dicen que desde niño él tenía esa idea de ser presidente, pero el Presidente en sus entrevistas ha dicho que la decisión de llevar una vida pública la tomó muchos años después, cuando salió del Ministerio de Comercio Exterior durante el gobierno de César Gaviria.
En un video autobiográfico e intimista que colgó en la página oficial de su campaña a la Presidencia, Santos dice que tomó la decisión después de que le diagnosticaron por error un cáncer. «Me acordé de lo que decía mi abuelo antes de morir: “Mi chinito, arrepiéntase de lo que hizo pero no llegue a mi edad arrepentido de lo que no hizo”. Y eso es lo que he hecho».


Cuando Santos tenía 16 años entró a la Armada como cadete y sus amigos dicen que esos dos años de servicio militar dejaron una impronta en él, lo hicieron metódico e increíblemente disci- plinado.
Estudió su pregrado en economía y administración de empre- sas en la Universidad de Kansas, en Estados Unidos, donde fue uno de los primeros de su promoción y aprendió a hacer yoga avan- zada. «Se paraba en la cabeza encima de la cama», cuenta alguien que lo conoció en esa época. Hasta la campaña, hacía 45 minutos de ejercicio antes de arrancar el día, aún si el día comenzaba a las seis de la mañana como cuando era Ministro de Defensa.
A los 24 años, su amigo Arturo Gómez Jaramillo lo nombró delegado de Colombia ante la Organización Mundial del Café en Londres. En esa ciudad terminó también una maestría en economía, desarrollo económico y administración pública en el London School of Economics y vivió hasta que volvió a El Tiempo como Subdirector, cargo que ocupó hasta 1993.
En algunas oportunidades, Santos habla con orgullo de su pasado como periodista. Pero lo cierto es que su papel dentro del periódico fue principalmente en el área editorial, no informativa. Él se encargaba de preparar los editoriales que en esa época eran muy influyentes. También atendía a los políticos que pasaban por el diario a intrigar, a pedir favores, o a cocinar acuerdos. Antes, como ahora, su hábitat natural han sido los espacios cerrados donde se toman las grandes decisiones, el ambiente en el que se siente cómodo.
La calle, donde se buscan las historias o el favor de los ciudadanos para llegar al poder, le es ajena, lo incomoda. Durante los primeros tres años como Presidente, los mayores reveses que ha sufrido han venido de la calle: el paro camionero, la protesta de los estudiantes universitarios contra la reforma a la educación; el levantamiento campesino en el Catatumbo; el gran paro agrario... Todos le han estallado en la cara.
Cuando tenía 40 años, Juan Manuel estaba en la línea de sucesión directa para reemplazar a su papá en la dirección de El Tiempo, pero César Gaviria le ofreció ser su primer ministro de Comercio Exterior y entonces dio el salto a la política, su verda- dera pasión. Allí creó Bancoldex y gestionó para que Colombia entrara a la Organización Mundial del Comercio.
Desde ese cargo, Santos demostró una de sus mejores virtudes: tiene un talento especial para rodearse de gente buena, incluso de que pueden ser más brillantes que él. Aunque tiene la debilidad que éstas rara vez salen de su círculo social.
Así como de Presidente de la República, se ha rodeado de economistas de primera línea como Mauricio Cárdenas, Juan Carlos Echeverri y Alejandro Gaviria y de personas con talla de estadista como Rafael Pardo, en esa época trabajaron con él en el Ministerio Ingrid Betancourt, Martha Lucía Ramírez, y otras personas que luego ocuparon posiciones destacadas en el sector público. En ese cargo demostró que era un tecnócrata. En cambio, en la búsqueda de su siguiente puesto, como Designado de la República, mostró su cara de politiquero.


En esa época, pre Constitución de 1991, la Designatura era uno de los cargos más apetecidos por la clase política; era una especie de Vicepresidencia, con pocas responsabilidades pero mucho poder por el acceso que permitía al mundo político. Santos quería ese cargo pero ya era más o menos evidente para todo el mundo que estaba reservado para el reconocido político antioqueño William Jaramillo.
Sin embargo, Santos logró que Eduardo Mestre, Rodolfo González y Rodrigo Garavito —lo que entonces se conocía como el poderoso grupo de la Contraloría— convencieran al Congreso de elegirlo Designado con el guiño de Gaviria. Pocos años después, los tres terminaron en la cárcel por el proceso 8.000.
Con su Designatura, Santos entró de lleno en la arena política. «Sin haber ganado un voto, Juan Manuel siempre se auto otorgó la condición de precandidato presidencial», dice alguien que ha se- guido de cerca su carrera. Su seguridad en sí mismo es arrolladora.
Santos se cree importante y le gusta que los demás también lo crean. Incluso antes de ser Presidente ya andaba con una docena de escoltas y también con un edecán que le cargaba los papeles. Eincluso antes de ser Presidente, ya calificaba muchas de las cosas que hacía como «históricas», aunque solo para él fuera evidente el antes y el después.
No es cercano a la gente. En su campaña, alguien sugirió una vez que todos le dijeran Juan Manuel para establecer una relación más familiar con el candidato pero la idea no prosperó. Sus colaboradores más cercanos siempre lo han llamado por su cargo o «doctor Santos».
Sin embargo, la gente que trabaja o ha trabajado con él lo aprecia y admira la claridad que tiene para centrarse en lo más estratégico. Lejos de ser un microgerente, Santos delega (a veces demasiado) y confía y respalda a sus subalternos. Los tecnócratas que habían trabajado con él antes de ser Presidente sentían que él los escuchaba y luego sacaba adelante sus proyectos. Por eso, varios renunciaron a sus cargos bien pagados para irse a trabajar a su gobierno por una fracción de su sueldo.
El exministro del Interior Fernando Carrillo se vino de ser el representante del bid en Brasil para dirigir la Agencia Jurídica de Defensa del Estado; Luis Fernando Andrade renunció a la dirección de McKinsey para irse a dirigir el Instituto Nacional de Concesiones; Bruce McMaster vendió sus acciones en la banca de inversión Inverlink para ser viceministro de Hacienda. Todos tenían su vocación por lo público y se atrevieron a dar el salto porque consideraban que Santos sería capaz de hacer algo significativo.
Ya en el gabinete, quizá por la cantidad de frentes que tiene que atender o por su obsesión con la rivalidad del expresidente Uribe, varios de los tecnócratas que dejaron sus cómodas carreras en el sector privado o académico para seguirlo han encontrado a un Santos menos receptivo y menos orientado a los resultados.
Pero incluso la gente que lo admira y aprecia, considera que Santos es una persona demasiado distante, un megalómano y un egocéntrico. «Todos somos para él un peón y jugamos un papel dentro de su juego. Uno puede no saber cuál, pero él sí sabe», dijo uno de los entrevistados, que se consideraba su amigo.
Y Juan Manuel Santos juega duro. Su patrón ha sido consistente: primero hizo una férrea oposición a los últimos tres presidentes de Colombia, para luego unirse a cada uno de estos gobiernos pidiendo la cartera que le ofrecía mayores retos, visibilidad y la opción de acercarse más a su sueño de alcanzar la Presidencia.
Durante el gobierno de Samper, Santos le pidió al presidente electo ser nombrado Embajador en Washington. No le concedieron el puesto y a medida que avanzó el proceso 8.000, Santos llegó incluso a hablar con el jefe paramilitar Carlos Castaño, con el esmeraldero y financiador de los paras Víctor Carranza y con las Farc sobre un “acuerdo de paz”, que incluía provocar la renuncia del Presidente. Lo insólito de este incidente es que varios años después, Santos calumnió a Rafael Pardo de haberse reunido con las Farc para evitar la reelección de Álvaro Uribe. La acusación no solo era mentirosa y buscaba desviar el escándalo de que en sus listas al Congreso hubiera parapolíticos, sino que el único perso- naje que en alguna oportunidad se había reunido con las Farc para tumbar un Presidente era él, Juan Manuel Santos.
Cuando salió elegido Andrés Pastrana, Santos venía de tra- bajar con Álvaro Leyva en la sala de situación de la ONU en Bogotá, de donde salió la idea del despeje con las Farc. Y entró a formar parte de la Comisión de Acompañamiento Internacional para hacerle veeduría a la zona de distensión en el Caguán. Pero como lo aseguró meses antes de ser elegido Presidente al darse cuenta que «ahí no había ningún tipo de coordinación» se salió del grupo. Y se convirtió en un crítico mordaz de Pastrana hasta que en julio de 2000 se convirtió en su Ministro de Hacienda.
La historia de su nombramiento es indicativa del talante de Santos. En abril de 2000, Andrés Pastrana radicó su proyecto de ley de referendo para revocar al Congreso. Como era obvio, el Con- greso, con mayorías liberales, se le volteó y Luis Guillermo Vélez, presidente del Partido Liberal, propuso incluir en el referendo también la revocatoria del mandato del Presidente, que para entonces contaba con menos del 30 por ciento de popularidad. Pastrana necesitaba rearmar una coalición en el Congreso para gobernar, y en esa encrucijada, apareció Santos. Organizó una reunión secreta entre el gobierno y Vélez, que desembocó con el nombramiento de Juan Manuel como Ministro de Hacienda. La idea del referendo agonizó.
Santos, varios años después, dijo que aceptó el cargo «para salvar al gobierno de Pastrana» y en cierta forma lo logró. Cuando asumió el cargo, el desempleo superaba el 20 por ciento, la inflación rozaba los dos dígitos y el crecimiento era inferior al tres por ciento. Los “spreads” (la diferencia entre el precio de compra y el de venta de un activo financiero que se utiliza para medir la liquidez del mercado) se habían disparado por cuenta de la idea del referendo. Como Ministro de Hacienda, Santos sacó adelante proyectos trascendentales para el país como la ley de transferencias, la ley de pensiones y una reforma tributaria de gran envergadura.


Con ese pasado pastranista, Santos entró en reversa en la era Uribe. Venía, además, de apoyar la candidatura liberal de Horacio Serpa. En su columna «Me da mucha pena» de El Tiempo, Santos la emprendió con toda contra la primera reelección del mandatario paisa y fue uno de sus críticos más duros. A la vez, defendió al Partido Liberal, que trató de presidir después de que Uribe nombró a Horacio Serpa Embajador ante la OEA. Así lo propuso en una reunión en la casa del senador Juan Fernando Cristo. Pero para ese entonces, los liberales ya estaban en conversaciones con César Gaviria para que se volviera presidente del Partido. «Después de esa reunión, salió a crear La U», dijo un político liberal, que estuvo allí.
Uribe no quería a Santos. No solo representaba la oligarquía bogotana y el oportunismo político que tanto desprecia el expre- sidente, sino que además habían tenido un enfrentamiento personal cuando Santos, como Ministro de Pastrana, creó las famosas partidas regionales para desarrollar obras regionales promovidaspor senadores y representantes y el exsenador Álvaro Uribe lo demandó.
El ciudadano Uribe alegaba que Santos quería resucitar los auxilios parlamentarios enterrados por la Constitución de 1991. Santos se defendió diciendo que los recursos se manejaban por encima de la mesa, con lo cual la inversión regional era transparente. Hasta que la Corte Constitucional los hundió, esta idea lubricó el paso de importantes proyectos económicos por el Congreso y le aseguró cierta gobernabilidad a Pastrana.
Pero en el 2005, Uribe abrió un espacio y Santos lo aprovechó. Cuando el Partido Liberal, liderado por Piedad Córdoba, expulsó a 19 congresistas por votar la primera reelección, Santos salió a proponer una disidencia uribista. Los primeros que se le unieron fueron la exrepresentante Zulema Jattin, luego detenida por parapolítica, y el desaparecido senador Luis Guillermo Vélez. Después llegaron los militantes del Nuevo Partido, fundado por Óscar Iván Zuluaga y Adriana Gutiérrez. Y rebautizaron esta per- sonería como el Partido de Unidad Nacional y se arriesgaron a lanzar candidatos a Senado y Cámara.
Muchos congresistas no daban un peso por el liderazgo de Santos, comenzando porque nunca se había hecho contar en las urnas, pero el político bogotano se los terminó ganando con una exitosa estrategia que mezcló candidatos de opinión como Martha Lucía Ramírez y Gina Parody, con caciques tradicionales y una docena de parapolíticos, hoy presos la mayoría.
Posicionado como el líder indiscutible del partido del Presidente, Santos pidió el Ministerio de Defensa, un cargo con el que había soñado desde hacía mucho tiempo y en el que mejor podía lucirse en el gobierno de la Seguridad Democrática.


Algunos amigos le recomendaron a Santos que no fuera ministro porque Uribe solo tenía viceministros, y más en la cartera de Defensa, donde el Presidente cifró buena parte del éxito de su gobierno. Pero a Santos siempre le había gustado asumir retos difíciles.
Santos es quizás el único ministro de defensa que ha logra- do tener un verdadero poder sobre los militares. Respetando sus jerarquías y sus lógicas, Santos entró al edificio de la 26 a mandar. Durante su gestión como Ministro, las Fuerzas Militares lograron sus éxitos más visibles contra las Farc: la muerte de Raúl Reyes fue la más notoria, pero muchos otros frentes quedaron descabezados o reducidos por la acción coordinada del Ejército, la Policía, la Armada y la Fuerza Aérea. Santos reforzó la ayuda extranjera en temas de inteligencia y afinó muchos procedimientos inter- nos. La Operación Jaque, que devolvió a la libertad a Ingrid Be- tancourt, a los contratistas gringos y a ocho soldados secuestra- dos durante casi una década, fue el resultado más visible de toda una reingeniería interna.
Y, como suele hacerlo, Santos cobró públicamente los méritos. Se inventó las ruedas de prensa con un podio y todo el establecimiento militar detrás, dándose una aureola de presidenciable. Renunció hasta en el último minuto que tenía para no inhabilitarse esperando dar de baja o capturar al “Mono Jojoy”, con cuya cabeza Santos sabía que daría un salto de garrocha a la Presidencia.
Santos sacó pecho con los éxitos de la Seguridad Democrática, y sin embargo, logró salir blindado del mayor escándalo de las Fuerzas Militares en su historia reciente, el de los falsos positivos, que ocurrieron durante su paso por el Ministerio. Sus detractores gozan diciéndole “Falsantos” además de “Chucky”, el muñeco diabólico.
Y si bien a él —como a los exministros Camilo Ospina y Jorge Alberto Uribe— les cabe una responsabilidad política por las ejecuciones de jóvenes inocentes presentados luego por el Ejército como muertos en combate durante su administración, personas que conocieron el proceso por dentro, tanto en el Ministerio de Defensa como en el sector de derechos humanos, dicen que Santos fue el ministro que le puso fin a los falsos positivos (o que por lo menos intentó ponerles fin).
La práctica de matar jóvenes inocentes y presentarlos como muertos en combate existe desde hace varias décadas. Pero el fenómeno de reclutarlos en una localidad como Soacha y llevarlos al otro extremo del país para asesinarlos y disfrazarlos de guerrilleros y cobrar recompensas por ellos es un fenómeno par- ticular del gobierno de Uribe. Cuando Santos llegó al Ministerio en 2006, ya la Oficina de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos había alertado sobre las ejecuciones extrajudiciales del Ejército en sus informes anuales del 2004 y del 2005, y sus dele- gados pusieron a Santos al corriente.
Lo primero que hizo Santos junto con el general Freddy Padi- lla de León, el entonces Comandante de las Fuerzas Militares, y su viceministro Sergio Jaramillo (convertido en su gobierno en Alto Comisionado de Paz), un año antes de que se destapara el escán- dalo de Soacha, fue cambiar los indicadores de éxito de la Fuerza Pública. Mediante la directiva 300, del 28 de noviembre de 2007, comenzaron a premiar más las capturas y las desmovilizaciones que las muertes en combate. Santos sacó esta directiva a pesar de la oposición del general Mario Montoya, Comandante del Ejérci- to. Según cuentan muchos soldados, Montoya los animaba en sus visitas a las brigadas diciéndoles que quería ver “litros de sangre”.
En septiembre de 2008, Medicina Legal le reportó a la Oficina de Derechos Humanos de la Vicepresidencia que el sistema de identificación de desaparecidos había encontrado que de 11 personas desaparecidas en Soacha, nueve aparecieron muertas dos días después en Ocaña y dos en Cimitarra. El Fiscal de Ocaña dijo que eran muertos en combate. Lo mismo el de Cimitarra. Con esa in- formación, el director de la Oficina llamó al Ministro Santos y esa misma noche, en una rueda de prensa, Santos destapó el escán- dalo que más ha golpeado la reputación de las Fuerzas Armadas.
En cambio de tapar el escándalo con la tradicional actitud de solidaridad de cuerpo, Santos conformó una comisión para investigar el tema. Creó la figura de inspector delegado para cada brigada que no estaba en la línea de mando y también la de un asesor jurídico operacional para que el comandante de la brigada sepa qué tipo de acciones están acorde con el derecho internacional humanitario. Sacó una directiva obligando a que los levantamientos de cadáveres fueran realizados solo por fiscales, una medida que muchos militares han rechazado y que el Consejo de Estado tumbó en el 2013; dicen que esto entorpece las operaciones militares pues tienen que quedarse cuidando a los guerrilleros muertos mientras llegan los fiscales. Creó una unidad especial de 20 fiscales para investigar los casos y ordenó a todas las brigadas que entregaran la información requerida tanto por el Coronel Suárez a cargo de la comisión investigadora como a la Oficina de Derechos Humanos de la ONU.
De esa comisión salieron 15 recomendaciones que el Ministerio puso en práctica, incluido un documento con nuevas reglas de enfrentamiento para mejorar el récord de derechos humanos de las Fuerzas Militares. Los resultados de esta investigación sirvieron de sustento para despedir a 27 oficiales del Ejército, incluidos tres generales. La radical medida la tomó Santos, en contra de la voluntad del general Montoya, quien presentó su renuncia a raíz de ese episodio. Con ese despido masivo, Santos logró también debilitar la línea de sucesión de Montoya, y la más cercana a los afectos del Presidente Uribe. Porque Santos suele jugar a tres ban- das. Ya lo había hecho con la Policía al despedir a 11 generales y ascender de manera express al General Óscar Naranjo a pocos meses de posesionarse, tras las revelaciones de que desde la Poli- cía estaban chuzando opositores.
La última medida de Santos fue nombrar a Luz Marina Gil como directora de la justicia penal militar. Gil, hija de un general, y una comprometida con los derechos humanos, siguiendo las instrucciones de Santos de no provocar colisión de competencias, transfirió la mayoría de los casos contra los militares por los falsos positivos a la justicia ordinaria. Y mientras Santos estuvo los procesos avanzaron. Pero una semana antes de que Santos dejara el cargo para lanzarse a la Presidencia, a Gil le tocó renunciar porque no contestó un derecho de petición y la sancionaron por ello. Su reemplazo, bajo el mando de Gabriel Silva, ministro puesto allí por recomendación de Santos, y quien llegó al Ministerio con la expresa orden de Uribe de defender a los militares de las “falsas denuncias”, comenzó nuevamente a invocar la colisión de competencias para evitar que los casos salieran de la justicia penal militar.
Paradójicamente, ya en la Presidencia, Santos ha terminado haciéndole más concesiones a los militares que su antecesor: reformó la justicia penal militar para que la Fuerza Pública fuera juzgada según el Derecho Internacional Humanitario y no solo el derecho de los derechos humanos, una vieja ambición de los militares, que sin embargo, la Corte Constitucional tumbó; reajustó las pensiones de los militares retirados; enganchó a varios mili- tares retirados como asesores de programas de su gobierno, les devolvió varios cargos que ya habían pasado a manos de civiles y les nombró un ministro, descendiente de militares y complaciente con ellos.
Incluso su programa estrella del «Salto Estratégico» basado en fortalecer el programa de Consolidación como un programa civil dirigido desde Presidencia, ha terminado subordinado en la prác- tica al Ministerio de Defensa. Santos se ha empleado a fondo para evitar el veto de las Fuerzas Armadas al proceso de paz.


Juan Manuel Santos se convirtió en el sucesor de Uribe porque Uribe se fue quedando sin alternativas. Primero, porque soñaba con ser él mismo presidente por tercera vez y por lo tanto no se preocupó por escoger a la persona que continuara sus políticas y más bien se dedicó a debilitarlos como hizo con Germán Vargas Lleras. Cuando ya se cayó el referendo y trató de reencauchar a Andrés Felipe Arias, el joven ministro de Agricultura, su clon, era demasiado tarde. El escándalo de Agro Ingreso Seguro había gol- peado su imagen en la opinión pública y de alguna manera Uribe había contribuido a ello cuando salió a regañarlo públicamente por haberle dado subsidios a familias ricas.
Rodrigo Rivera no tenía viabilidad política. Noemí Sanín, a quién el expresidente incentivó a renunciar y convertirse en la continuadora de su obra, le falló cuando decidió lanzar su candidatura antes de que la Corte decidiera si él tenía todavía la puerta abierta. Santos, en cambio, con la disciplina que lo caracteriza, aguantó. Y el mismo día que se hundió el referendo, lanzó su candidatura.
Santos representaba en el imaginario colectivo lo mejor de la Seguridad Democrática de Uribe y por lo tanto, después de una etapa inicial en la que buscó proyectarse como el representante de la «Tercera Vía» y casi pierde contra Antanas Mockus, basó su campaña en vender la idea de que él era igual a Uribe. Tanto que su campaña hasta impostó la voz del Presidente elogiando a Santos, una avivatada que el candidato calificó de «picardía».
Pero Santos es y era diferente a Uribe en casi todo. En lo bueno y en lo malo. Uribe goza yendo a los pueblos, saludando a la gente, oyendo y solucionando sus problemas. Santos, por más que use el poncho uribista y el sombrero vueltiao, es un elitista que se siente más cómodo en la taberna o el campo de golf del Country Club, donde pasó su infancia, que en un consejo comunal.
Si Uribe es una persona ideológica, con inamovibles conviccio- nes de derecha, Santos es un pragmático de centro, un liberal clá- sico. Uribe es un provinciano, apegado al terruño. Santos es un cosmopolita, que se mueve en los círculos internacionales de Es- tados Unidos, Gran Bretaña o Israel, con la misma facilidad con que Uribe se mueve por Montería, Rionegro o Tumaco.
Su Fundación Buen Gobierno, creada por él en los 90 como un centro de pensamiento sobre buenas prácticas de gobierno y ahora reencauchada para su reelección, le sirvió de plataforma para relacionarse directamente con líderes de todo el mundo.
Quienes conocían bien a Santos nunca dudaron de que una vez elegido Presidente con la ayuda de Uribe, lo traicionaría. Lo que sorprendió a todo el mundo fue la rapidez con la que lo hizo.
En el mismo discurso de posesión, Santos comenzó a hablar de «la llave de la paz» y uno de sus primeros actos simbólicos fue presentar una Ley de víctimas y tierras que reconocía que existía un conflicto armado y que les daba igual tratamiento a las vícti- mas de los grupos armados ilegales y las del Estado, precisamen- te la razón por la que el expresidente la había hundido durante su gobierno. Esto, unido a un gabinete compuesto por varios decla- rados antiuribistas, ya comenzó a crear tensiones entre el Presidente y Uribe. Pero era solo el comienzo.
El presidente, con su estilo cachaco de cuidar las formas, se- guía hablando de que su mantra era «No Pecu», traducido como No Pelear con Uribe, pero al mismo tiempo lanzó durante todo su primer año y de la mano del enemigo de Uribe, Germán Vargas, una cruzada contra la corrupción que apuntó a destapar todas las ollas podridas en donde estaban involucradas personas cercanas al expresidente.
Para finales de 2011, la ruptura ya era evidente y terminó de estallar con la presentación del Marco para la Paz.
Aunque en mayo de 2012, el gobierno no había dicho una palabra sobre su intención de abrir un proceso con las Farc, esta norma era la prueba irrefutable de que estaba entre sus planes. También era el adiós a la doctrina de la Seguridad Democrática, uno de cuyos pilares fundamentales era la idea de que no había un conflicto armado sino una amenaza terrorista.
Desde entonces, Uribe, con 2 millones y medio de personas siguiendo su cuenta de twitter, se ha transformado en el opositor más feroz y efectivo de Santos y por extensión, del proceso de paz en La Habana.
A pesar de que ha habido pocos presidentes más poderosos que Santos, que tiene una coalición partidista superior al 80 por ciento del Congreso; que tiene a los medios tradicionales de su lado; a la clase empresarial; e incluso a la comunidad internacional, ha demostrado ser particularmente débil frente a cualquiera que se le oponga, pero particularmente frente al expresidente.
En respuesta a la abierta oposición de Uribe, Santos ha mo- rigerado su posición en muchos de los temas bandera con los que arrancó, frente a los cuales se le ha visto titubear y hacer gala deesa frase que lo consagró durante la campaña presidencial de que «sólo los imbéciles no cambian de opinión».
En lo único que sí se ha mantenido consistente pese a los dardos de su antecesor es en el proceso de paz, que se ha conver- tido en el eje e hilo conductor de su gobierno.
Porque si algo quiere Juan Manuel Santos es pasar a la historia. Santos es un lector ávido de biografías de grandes personajes, sien- do Churchill su favorito y con quien él más se identifica. Santos sueña con entrar a ese pabellón de grandes hombres y mujeres que cambiaron la historia. Y eso solo lo logrará si consigue la foto de la guerrilla más vieja del continente abandonando sus armas