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El movimiento de la Séptima Papeleta se convirtió en símbolo de una generación dispuesta a jugársela por el futuro del país. |
Para los que rondamos hoy los cuarenta años, la toma y retoma del Palacio de Justicia en 1985 fue nuestra iniciación política. Es posible que para los mayores fuera un episodio más de una guerra vieja y para los menores, una historia mal contada a pedazos. Pero para nosotros, los que teníamos 15 ó 20 años, la voz del magistrado Reyes Echandía rogando por su vida, la imagen de los tanques cascabel atravesando la puerta con que prometía que las leyes nos harían libres, las caras aterrorizadas de los funcionarios que lograron salir con vida y las llamas consumiendo el Palacio, fueron la bienvenida al país que heredaríamos.
Esto es lo que logra transmitir magistralmente en este fragmento de su primer capítulo la abogada Julieta Lemaitre, autora del libro 'El derecho como conjuro', recientemente publicado por Siglo de Hombre Editores y la Universidad de los Andes.
Es un texto largo, para los que no tienen afán, que "intenta capturar el impacto emocional de los hechos, y recrear el simbolismo de una iniciación política". Está escrito en primera persona del plural, elaborado a partir de recuerdos de sus entrevistados, de recortes de prensa y documentos judiciales:
"En dos días y una larga noche naufragó la inocencia de los jóvenes urbanos que en 1985 aún creíamos en la paz posible. Fueron largas horas transmitidas por la radio y la incipiente televisión, horas en las que se derrumbó una visión del país y apareció otra, más feroz, en su lugar. Fue cuando nos convencimos de que estábamos en guerra, y que la guerra era implacable, y que era nuestra también. ¿Quiénes éramos, de cuál nosotros hablo? Éramos jóvenes, muchos aún éramos estudiantes de bachillerato, de universidad. Vivíamos en ciudades pequeñas o grandes, oíamos música en casetes, en walkman, bailábamos merengue y salsa, tomábamos rones producidos por los departamentos y, sobre todo, éramos la generación del olvido. Habíamos salido de la nada en un país que acababa de dejar de ser rural, y en consecuencia éramos una generación que no sabía nada, que no entendía nada, que no recordaba nada.
Nos dejamos ilusionar por un presidente antioqueño con pinta de abuelo bonachón que le contaba a todo el mundo que las Memorias de Adriano eran su libro de cabecera, que recitaba poesías y bambucos en los primeros discursos televisados. Era un presidente al que le decíamos por su primer nombre, Belisario, como si lo conociéramos, un presidente que nos prometió en su discurso de posesión que bajo su gobierno no se derramaría “ni una gota más de sangre hermana; ni una gota más de sangre colombiana”. Al poco tiempo de asumir el mandato liberó a todos los presos políticos con una amnistía incondicional, firmó negociaciones de paz con casi todos los grupos guerrilleros, y nos dejó soñar con una paz posible. Por eso, cuando nos pidió hacerlo, pintamos palomas blancas de la paz en las carteleras del colegio, en los muros de las universidades, en las canchas de fútbol y en la calle, incluso nos pintamos palomas en la cara y salimos a marchar.
Paz.
Pero, ¿qué podía significar la paz en esos años? Era la época en que la guerra casi que no merecía llamarse tal, porque los muertos no alcanzaban para tanto, y los ejércitos parecían más preocupados por huir del enemigo que por enfrentarlo.
Qué sabíamos, qué podíamos saber de guerra nosotros que no habíamos visto lo que era una masacre, que no sentíamos escalofríos cuando pasaba una moto con parrillero, que no reconocíamos el sonido de una bomba de lejos, no lo distinguíamos de la pólvora festiva, de sus fuegos. Menos aún reconocíamos cómo se oye de cerca una explosión, cómo se siente la onda resonándote en las tripas, el tintineo inaudito de cientos de ventanas que se desmoronan, y el llanto histérico de las alarmas de todos los carros al mismo tiempo. No alejábamos aún las camas de los niños de las ventanas por temor a los vidrios que estallaban; no sabíamos buscar refugio bajo ellas. No habíamos visto aún la cantidad de humo y polvo que produce un edificio que explota, ni el caminado de borracho de los heridos que no piensan sino en huir, ni la sangre a borbotones, ni la quietud absurda de gente muerta que a lo mejor conoces, y a quienes los vecinos cubren con sábanas para no verlos. Todavía no amábamos a hombres desconocidos que morían abaleados tan cerca que se podía oler su sangre. Y entonces, ¿qué sabíamos de paz nosotros en 1985, que podíamos saber para desearla tanto?
Era otro nombre para el optimismo. Para las ganas de enterrar el mundo que nos habían dejado, con todas sus trabas contra el terror, trabas que despreciábamos en nombre de la utopía posible, una utopía que a diferencia de la generación anterior, nuestros padres o quizás nuestros hermanos mayores, imaginábamos nos llegaría sin lucha, sin sacrificio, a la que llegaríamos así no más, como a una fiesta."
Si la generación que tiene voz en el libro no sabía nada de paz, aún cuando llevaban un buen tiempo en algo parecido, ¿que se puede esperar de alguien como yo? la unica Colombia que conozco es la de después del palacio, nada de que la paz es posible, siempre he visto guerra. Soy hijo de un país violento y descorazonado, corrupto y asesino. Cuando tenía tres años en mi casa temblaron los vidrios con la bomba del DAS y la gente de mi pueblo se fue a curiosear donde cayó el avión de avianca. Crecí viendo por noticias sicariatos, pilas de cadaveres en los rios, en los parques, en el uraba, en putumayo, en barranquilla, en medellin, en bogota... conozco desde siempre las palabras mafioso, cocaina, sicario, masacre, corrupto, bomba, dinamita, anfo, decapitado, motosierra, escobar, amapola, droga, asesino, N.N., fosa común, mini-uzi, calibre, fragmentación, vendetta, retaliación, secuestro, extorsión, guerrilla, paramilitar, ak-47, desplazado, descuartizar, etc. No sigo porque me vomito.
Se espera que tengas los huevos ahora y siempre no solo de expresar todo el dolor que tienes, sino de ser capaz de transmutarlo en algo más. Lo que quieras, pero que sirva para cerrar brechas que el mesianismo deja a donde va. :)
En el 85 tenía 9 años. Creo que la toma del palacio de justicia fue un martes o miércoles, tengo esa noción porque mi abuelo venía a Bogotá esos días de la semana, y él estaba, pues compraba mercancía en algún lugar cercano al centro en el que lo esperé en la camioneta mientras llegó de afán y nos fuimos a la casa rápido sin las compras a oír radio. No entendí nada de lo que pasó. Recuerdo que años antes mis tíos hablaron frente a mi sobre unos tipos jugando fútbol en sudadera naranja.. quienes se tomaron la embajada de República Dominicadan. A los niños no se les explica nada, sé que hablaron en clave porque algo pregunté y me despacharon con el fútbol y su exótico uniforme. Armero por obvias razones si lo entendí. Pero mi toque de realidad fue con la bomba al edificio del DAS. Era temporada de vacaciones, yo estaba en la cama aún y temblaron los vidrios de mi casa, yo vivía en Santa Isabel y el sacudón se alcanzó a sentir con fuerza. Esa fue mi bienvenida al futuro.
Por cierto...
Esto fue hace 20 años. Si los padres de hoy por hoy quieren potenciar a sus hijos o jóvenes padres en su familia, volverlos fuertes, deben revelarle esta piel cicatrizada, esta historia, para que entiendan que el resentimiento y el nihilismo no es el camino para construir consenso y tejido, que es lo que ahora más necesitamos (y más se valora). Muchos no entienden, no comprenden en sus cabezas cómo fue que se dejó pasar un elefante y solo sienten rabia y desilusión.
Ya es tiempo de cerrar esa brecha.
Wopa.
Este es el mejor documento que ha sacado la SV.com.
¿Dónde puedo comprar este libro? ¿Podrían por favor colaborarnos con ello?
Creo que encontré la lectura obligada para Navidad. :)
Jalule,
Lo encuentras en varias librerías, El derecho como conjuro, de Julieta Lemaitre Ripoll. Es increíble el libro. También lo puedes buscar en esta página de la editorial:
http://www.siglodelhombre.com/search.asp
Has conseguido Juanita que se me erizara la piel. Pertenezco a esa época y no he podido evitar devolverme 24 años atrás y verme en mi salón de clases, ajeno totalmente a esa realidad que sobrecogía a mi país, porque tengo que confezar que era de [email protected] jovenes que creían que su responsabilidad no iba más allá de entregar buenas notas del colegio; porque esas cosas creía (equivocadamente) eran responsabilidad de los adultos. Hoy, sin embargo, soy de [email protected] que cree que esa utopía de un país en paz pueda llegar a ser posible, si trabajamos entre [email protected] mancomundamente para conseguirla.
Rodrigo, a mi me pasó lo mismo. El texto es de Julieta Lemaitre, no mío, por si hay alguna confusión...